He sostenido por convicción un rechazo sistemático al discurso de descalificación  absoluta de los partidos, generalmente enarbolado por ciudadanos profundamente decepcionados y hasta indignados por la degeneración que ha sufrido el sistema político nacional, y por los altos niveles de corrupción e impunidad que nos colocan entre los peores del universo, como han certificado persistentemente el Índice de Competitividad Global del Foro Económico Mundial y las evaluaciones de Transparencia Internacional.

Sobran las razones para rechazar a los que han dominado el escenario político nacional durante las últimas décadas, sin haber logrado fortalecer la institucionalidad democrática, ni resolver siquiera problemas que como el energético y del agua potable fueron reivindicaciones universales hasta mediados del siglo pasado. Todavía destinamos a salud pública menos de la mitad del promedio latinoamericano, y apenas hemos comenzado a invertir en educación gracias a que durante dos décadas la ciudadanía se empoderó y lo exigió hasta vencer.     

Pero el discurso anti-partido no es correcto por varias razones, preponderantemente porque no todas las organizaciones políticas tienen igual responsabilidad en la descomposición institucional y la corrupción, pero también porque la degeneración no es patrimonio exclusivo del partidarismo, y se extiende por casi todo el cuerpo social dominicano. Cuando la sociedad se sacuda y grite basta ya, esos partidos tendrán que renovarse o morir, más probablemente lo segundo, que es lo que viene ocurriendo por todo el continente. Pero en última instancia tendrán que emerger otros, porque no hay democracia sin partidos políticos. 

La renuencia en aprobar una Ley de Partidos que fortalezca esas instituciones es la mejor demostración de la miserable postración en que se encuentra el liderazgo político nacional. Ya es demasiado tiempo, son más de dos décadas de reclamos y 16 años dando tumbos en el Congreso, una responsabilidad que corresponde en mayor grado a quienes durante ese período han controlado la gestión legislativa, especialmente en los últimos 12 años cuando el control ha sido absoluto por los actuales gobernantes.   

La realidad es que la mayoría de nuestros partidos se declaran incapacitados para gestionar su democracia interna, para elegir sus dirigentes y algunos llevan más de una década sin poder hacerlo. Tampoco pueden rendir cuentas del subsidio que se le otorga de los insuficientes ingresos nacionales. Y en el debate de la Ley de Partidos han proclamado sin ruborizarse que están incapacitados para elegir sus candidatos a los puestos electivos. Apelan a que sea la Junta Central Electoral que les organice los procesos electivos, que les monte la logística y el cómputo y financie todo con el dinero de los contribuyentes.

Se ha escuchado a dirigentes políticos proclamar impúdicamente que sus partidos no están capacitados ni para celebrar sus asambleas, y que deberían también quedar bajo control de la Junta Central Electoral, porque sus dirigentes no pueden garantizar equidad, transparencia ni honestidad en el proceso y la computación de resultados.

Ese sí que es un discurso anti-partido. Porque si el sistema partidista no puede regirse así mismo, será imposible que pueda gestionar las mayores complejidades del Estado y de la sociedad en su conjunto. Si se confiesa que son incapaces de actuar con honestidad en las competencias internas, entre compañeros de partidos, está implícito que serán despiadados, abusivos y corruptos frente a los más diversos sectores de la sociedad. Ellos mismos están gritando que hay que sustituirlos.

Durante los últimos años hemos asistido al empeño de imponer a la JCE el cómputo de los votos a decenas de miles de precandidatos en una sola jornada, bajo el argumento de que los partidos no pueden garantizarlo a 8 o 12 mil aspirantes. Como si el organismo electoral no tendría que apelar a decenas de miles de ciudadanos y ciudadanas para que hagan la gestión de los colegios. En otras palabras, que la ciudadanía puede sustituir los partidos.

Lo peor de todo es que están tan obsesionados, tratando de preservar inequidades e iniquidades, que no caen en cuenta que se están descalificando ellos mismos. Ojalá que pronto la ciudadanía lo haga entender.-