Obviamente, los cambios y las luchas sociales del último siglo han producido una evolución en la manifestación y nuestra conciencia del racismo como ideología y práctica. Antes, en la era del racismo basado en castas, el esquema de desigualdad se basaba en la división anatómica y fenotípicamente aproximada de los seres humanos, vinculando los colores de piel con determinadas posiciones socioeconómicas. Pero no siempre es posible sostener el antiguo sistema de discriminación.
En los nuevos contextos del racismo, con frecuencia se recurre a un rasgo lingüístico, al habla, como un indicador de raza, de pertenencia a un grupo. Es decir, una determinada característica lingüística se percibe como un elemento trasmisor de la esencia social o singularidad política de un determinado grupo.
En La Habana, por ejemplo, se utiliza el término peyorativo “palestinos” para referirse a las personas provenientes de Santiago de Cuba, Guantánamo y otras provincias de Oriente. Como tantos países en América Latina en el siglo veinte, Cuba recibió su flujo de inmigración árabe. Pero esta categoría de “otredad” local emerge como resultado de las crisis y los problemas internos de la sociedad cubana. En principio, se emplea el término “palestino” para identificar a las personas de las provincias de Oriente, ya sean blancas, negras o mestizas, que viven en la Habana sin permiso legal y en las condiciones más precarias.
Típicamente, se utilizan varias marcas para identificar a estas personas, pero especialmente su condición económica y su repertorio lingüístico adquieren relevancia. Así lo documentó la joven investigadora puertorriqueña Nadja Fúster en su estudio de campo para su tesis de maestría: “Nos dicen allá palestino. Pero a mí no me decían palestino, porque yo estuve en La Habana y yo andaba con los habaneros y me eduqué. Me eduqué hablando igual que ellos. Pero ya aquí perdí esa educación de hablar habanero y ahora hablo oriental, chabacán” (Santiaguero, 44 años).
Otra marca fundamental es el color de la piel. En un determinado momento, el término “palestino” dejó de ser adjetivo para convertirse en un sustantivo. Y en ese proceso de normalización sociolingüística, adquirió y reforzó los matices raciales, de los cuales ahora depende su significado completo. Así lo entienden intuitivamente las cubanas y los cubanos en la Habana en sus afanes y conflictos diarios: “lo único que tenía que hacer era no abrir la boca, entonces pasaba por un blanquito habanero y ya los policías no pedían el carnet de identidad” (Yordanis, joven cubano de Oriente).
Aquí hay mucho que desempacar, pero, en resumidas cuentas, el efecto que tiene el silencio del joven de Oriente en la percepción racializada de los policías es el del blanqueamiento de su perfil lingüístico. Su silencio facilita la combinación de percepciones lingüísticas con impresiones fenotípicas y prejuicios. Su presumible acento habanero lo blanquea más o su perfil blanco “habaniza” su acento. He tratado de explicar y ejemplificar el concepto racializado de palestino en conferencias donde me he encontrado con colegas lingüistas cubanas y cubanos que alegan que, si bien el término es peyorativo, no constituye una categoría racializada porque en Cuba se eliminó el racismo. Eso me dicen. Sin embargo, durante mis dos viajes a La Habana, en distintos contextos, varias cubanas y cubanos me han construido como “palestino” y me han llamado “negrón”. En una fiesta, donde me invitaron en el Nuevo Vedado, fui el objeto de chistes racistas. Casi casi, me hacen sentir como en casa.
Por supuesto otras voces discrepan de la conclusión negacionista. El crítico literario y activista afrocubano Roberto Zurbano, por ejemplo, destaca los silencios que se arrastran en torno a los temas de lo negro y la discriminación en Cuba: “durante una buena parte de nuestras vidas, de nuestras relaciones personales, en centros de estudio y trabajo entre colegas, amistades, familiares, etc. De eso no se habla mucho, pero es una tensión sorda que se produce al interior de nuestras vidas por la presión social que significa ser negro en contextos donde somos objetos de interiorización, chistes cotidianos, estereotipos, caricaturas y, sobre todo, exclusiones y marginaciones solapadas o sofisticadas”.
¡Nada más difícil que hablar de prejuicios raciales y su colindancia con la distribución del valor o la norma lingüística! Hablar de lo racial entre la gente con cierta sensibilidad o compromisos políticos resulta algo emocionalmente super cargado y explosivo. Se piensa que es preferible evitarlo a todo costo. Acaso los negacionistas o ingenuos insistirán que los fenómenos de racialización lingüística solo se dan entre los más viles racistas o la gente ignorante. Pero lo cierto es que de este fenómeno tampoco están absueltos los amantes de la palabra, los filólogos, ni los “expertos” de la lengua más destacados en nuestro continente. De hecho, se trata de una de las grandes paradojas del utopismo latinoamericanista que vela, en teoría, por una Latinoamérica más inclusiva: “un gran concierto de naciones;” “una sola raza”. El utopismo latinoamericanista supone modelos de integración que sin embargo niegan o subsumen las diferencias raciales. ¿Qué iremos hacer con estas contradicciones y paradojas?