Cuando escribieron la historia de la Tercera República de la nación dominicana, a la diáspora residente en los Estados Unidos no se le guardó el debido lugar que le correspondía. Pero cuando finalmente se escriba la historia de la Cuarta República, tendrá que destinarse un extenso capítulo, único y exclusivamente para resaltar las luchas sociales que se llevaron a cabo en las urbes de New York, Providence, Paterson y porque no, Miami. Esas que, contrapuestas a las del pueblo dominicano, también ayudaron a forjar los órdenes económicos, sociales y políticos de la República Dominicana de hoy.
Recientemente disfruté en familia del nuevo filme del genio de musicales de Broadway, el puertorriqueño-americano Lin-Manuel Miranda, titulado “In the Heights”, alegórico al barrio de Nueva York, Washington Heights. Allí, en el sector mixto de boricuas, italianos, judíos y afrocaribeños donde los dominicanos se ubicaron como comunidad al llegar a Estados Unidos a finales de los años 50, fijó de manera responsable y cautivante, las realidades, luchas y aspiraciones de los inmigrantes que componen esa comunidad. Pero lo hizo tomando a los dominicanos como protagonistas.
Fui con mis adolescentes a mostrarle un poco de lo que ya he venido inculcándoles sobre el orgullo y el sentirse dominicanos, a pesar de no vivir en la Patria. Y bueno, la producción fue una experiencia nada menos que sublime, ultra sensorial, y profundamente emotiva para ellos y para mí. Pues nuestra bandera, gente, música e historias estaban plasmadas en la pantalla gigante de Hollywood. Sentí que nuestros relatos y valores finalmente habían llegado. Esos atados a la alegría, al sacrificio, a la entrega, a la cofradía y al trabajo arduo. En fin, todo aquello que define el ser dominicano, aquí y allá.
Pasada la experiencia, llamé a mis hijos mayores y les comuniqué lo emotivo de la experiencia y como no podían perdérsela. Ambos acordaron verla ese mismo fin de semana. Me comunicarían días más tarde, lo importante que había sido verla. Y vivirla.
Buscando con quien más compartir la experiencia y sabiendo que me tomaría un tiempo procesar un escrito, fui a las redes sociales y publiqué lo siguiente. “Antes de anoche vi “In The Heights” En resumen… Lloré entre cada una y otra escena.
-porque el personaje principal era uno de nosotros.
-porque vi a mi abuela.
-por ver en pantalla el sacrificio de los que vinieron por otros.
-por entender que los inmigrantes siempre guardamos recuerdos de que en la tierra de origen fuimos más felices.
-por aceptar que la riqueza está en el colectivo y que todos tenemos un sueñito.
¡Todos somos Usnavy!”
En la mañana del día siguiente, pensando nueva vez en el filme e identificado a plenitud con los personajes, sus historias y el tema central de la obra, aquel que fija el eterno sueñito que guardamos todos los que vivimos en la diáspora, el de eventualmente regresar a nuestra isla, me senté a conversar con mis adolescentes para ver su parecer, más allá de las expresiones que noté al salir del cine.
Duramos poco en los altos.
Le comuniqué que su Papá había llegado a New York originalmente y que a pesar de haber estado pocos años de mi infancia allí, reconocía que era un lugar que había marcado la vida de abuela, mami, sus hermanos y hasta la de su tía y la mía. No duramos mucho tiempo en la 177 y Fort Washington Avenue, ya para cuando llegamos con mami, la abuela y sus varones habían pagado gran parte de la deuda social que requieren los países de los nuevos inmigrantes. A menos de dos años de haber llegado, estábamos partiendo a Miami. Para entonces, un lugar muy diferente al de hoy.
Mis adolescentes son seres de alma viejas. Ven los años 70 y 80 con añoranza como si lo hubiesen vivido. Y en su continuo preguntar sobre todo lo que es pasado, me solicitan más información sobre mi época en Washington Heights, que para su lamentar no tengo. Así que la complemento con historia de mis tíos y una que otra que tengo de cuando era niño en Miami y luego cuando regresé a Santo Domingo a la edad de nueve años.
Pero, dispuesto a alargar el momento, cediéndole lo que quieren, me llega la inquietud que no se prescribe, ni tiene porque dictarse en los negativos del largo metraje que ha motivado la conversación. ¿Más allá de New York, hubo en algún momento o existe aún, alguna comunidad en Estados Unidos que también pudiera describirse como la experiencia que se define en el filme de Miranda con Washington Heights? La respuesta inmediata es sí y más o menos. Y respondo así, porque la contestación a esa pregunta, aunque afirmativa es una muy compleja, llena de escenas y capas, y la cual requeriría de detalles que no me atrevo a asumir ahora mismo, ni mucho menos a plasmar aquí, en menos en 1,500 palabras.
Además, algunas de esas historias aún se están escribiendo y pienso que también, para serle justas, las mismas, más que requerir de un genio de la narración de anécdotas con animación musical, requerirán de historiadores, sociólogos, consultas a locales y un levantamiento serio.
En 1963, dos años después de la caída del régimen de Trujillo, más de 10,000 dominicanos comenzaron a ingresar a Estados Unidos, donde dos años antes esta cifra era de apenas unos 3,000. Para 1966, cuando EE. UU. retiraba sus fuerzas de la isla, más de 16,500 dominicanos partían anualmente desde nuestra nación, hacia el sueño americano.
Tal como hizo el filme, que no marcó el guión valorando tan solo el alcance y la trascendencia de los dominicanos en base a personajes específicos o las plazas públicas alcanzadas, ni los puestos económicos o sociales alcanzados por los residentes de los “Altos de Washington”, no pienso que sea importante entrar en esos detalles aquí. Es más importante identificar si esa experiencia de comunidad es única a la protagonizada o si existe en otros sitios. Una compuesta por pequeños negocios y aceras compartidas, donde todos se conocen por primer nombre y los títulos y la señoría de don y doña solo se guardan para los mayores de edad.