Una tímida mirada que pretenda atisbar la realidad en el almanaque de 1967 podría revelarnos algunos de los cataclismos que hace cinco décadas conformaban el existir humano finisecular: el suicidio de Violeta Parra, la muerte de Coltrane, el primer trasplante cardiaco, la pila de muertos del Vietnam Napalm, una insólita e irrepetible nevada en Ciudad México, el primer vuelo de un Boeing, el asesinato del Che en La Higuera, el emblemático Sgt. Pepper’s Lonely Hearts de los Beatles psicodélicos, la inclusión del asesinato de un negro en la definición de homicidio dentro del código penal estadounidense, y un largo etcétera. Aquel fue también año por lo demás definitorio en la literatura vernácula gracias a la publicación de textos tan imperecederos como el “Cien años de soledad” del eterno Gabo, la aventura miraflorina del ex Vargas Llosa “Los cachorros”, y la juguetona, libre y lúdica obra del cronopio mayor: “La vuelta al día en ochenta mundos”, recién re-editada por Siglo XXI a propósito de su medio siglo de publicación.
Los 42 trabajos-collage (ensayos, críticas, poemas, comentarios) que ocupan el índice de este inclasificable trabajo –mal llamado “literatura de almanaque” por algunos– constituyen un excitante viaje a través de la creación literaria, la melancolía de las maletas, el jazz, el acontecer político y artístico de la época, la metafísica de las palabras, Gardel, el boxeo, el sentimiento de lo fantástico, la seriedad de los velorios, y también el amor incompleto (roto): Pero vino otra luna y nos tocamos y comprendí que ya / Y él temblaba de cólera y me arrancó la blusa como / Lo ayudé, fui su perra, lamí el látigo esperando (…) Miraré hasta el final esa ventana mientras / Lo morderé hasta el fin, morder en el amor no es tan
No faltaba más. Se trata de un libro que el autor mismo admite surge de la libertad provocada por el mágico saxofón de Lester Young y la saga planetaria del atrevido Phileas Fogg quien gracias al tocayo Verne, pudo acompañarnos tantas veces durante aquellos años de adolescencia otoñal que nos abrían los ojos a la eternidad de la imaginación. Cortázar confesaba que su ejercicio escritorial estaba marcado por lo fantástico y lo excéntrico, por un juego interminable donde al igual que la vida, la ceremonia de su ejecución intentaba arribar a un lugar que fuera logro; meta. Al hallazgo de un propósito que implicaba la admisión de que entre vivir y escribir nunca existió una clara diferencia: “Si viviendo alcanzo a disimular una participación parcial en mi circunstancia, en cambio no puedo negarla en lo que escribo puesto que precisamente escribo por no estar o por estar a medias”. Vivió así entonces a la vera del niño, feliz y amenazado por esa lateralidad que él denominó “paralaje verdadero” y que a través de sus textos leíamos absortos en un mundo que fracturaba intencionalmente todo orden, todo encuentro, toda suposición, para dar la bienvenida a la sorpresa de lo inesperado. A esa otra dimensión de lo real que es lo imaginado, territorio natural del universo cortazariano sempiternamente visible en esta y todas sus obras.
Recuérdese que este libro no ha sido el único publicado o re editado póstumamente, le han precedido “Imagen de John Keats” (1996), “Papeles inesperados” (2009), “Clases de literatura” (2013); las novelas “Divertimento” (1986) y “El Examen” (1986); múltiples epistolarios y más recientemente la reedición de “Rayuela” Alfaguara 50 aniversario (2015). Algunos, al igual que el texto que nos ocupa, quizás no fueron lo mejor de Cortázar pero a mi modo de ver mostraron al mejor Cortázar: el que aborrecía la seriedad, “esa señora demasiado escuchada”; el que siempre defendió el niño interior que lleva a cuestas al adulto; ese que nos alertaba que “sólo los burócratas del espíritu deciden que su día se compone de un número fijo de elementos, de patitas quitinosas que agitan con gran vivacidad para progresar en eso que se llama la línea recta del espíritu”.
En estos ochenta mundos Cortázar abunda en el debate provocado por “Rayuela” dentro de las filas del canon literario no sólo admitiendo lo sospechado por muchos (el que sus capítulos favoritos siempre fueron la muerte de Rocamadour y el concierto de Berthe Trépat), sino identificándose con la minoría de la crítica que consideró su obra magna una denuncia imperfecta y desesperada del establishment de las letras, “a la vez espejo y pantalla del otro establishment que está haciendo de Adán, cibernética y minuciosamente, lo que delata su nombre apenas se lo lee al revés: nada”.
Son recurrentes por igual la poesía y las alusiones a este género en la voz del autor quien la asume no necesariamente a partir de su más pura expresión creativa, el poema mismo, en cuanto a que es conocido que sus poemarios fueron apenas algunos y a lo sumo contenían buenos poemas, sino que Cortázar la asume como acto creativo y como acto existencial en el que el sentimiento y los imperativos experimentados por el poeta no la deben someter sino que por el contrario, ellos deberán ser los que “…enriquecidos y purificados por una intuición poética del mundo, actúen como estímulos del verbo y lo proyecten fuera del ámbito meramente personal para volverlo poema”. Para convertirlo en obra verdaderamente humana.
Cortázar empezó a escuchar jazz durante una adolescencia que transcurría a fines de los años 20 mientras descubría el maravilloso fenómeno de su esencia: la improvisación y la libertad, características análogas al surrealismo de Breton y Crevel, escritores que le influyeron en esa época formativa. En su madurez literaria utilizó este género como instrumento creativo y lenguaje de comunicación lo cual le facilitó la invención de un “sistema de palabras”. Como tal, en la entrevista concedida antes de morir al ensayista uruguayo Omar Prego, definió la relación entre los takes del jazz y el surrealismo de lo que llamaba “literatura automática”: “La escritura es una operación musical con ritmo y eufonía propios. En la medida en que se ajusta a un ritmo que a su vez surge de un dibujo sintáctico (el idioma), al haber eliminado todo lo innecesario, todo lo superfluo, aparece la pura melodía. La escritura que no tenga un ritmo basado en la construcción sintáctica, en la puntuación y el desarrollo del periodo… carece de esa especie de swing que busco en los cuentos”. En media docena de pasajes de “La vuelta al día” asistimos justamente a ese viaje junto a Monk, Armstrong y Clifford Brown, aventura en la que los instrumentos tejen la armonía del texto y las notas se hacen palabras interminables en la página eterna.
Algo más: costumbre inusual entre los escritores, Cortázar nunca olvidó al lector; más bien le hizo partícipe activo de la gesta literaria. Confesó que detestaba a aquel que pagaba por su libro para simplemente acomodarse anónimamente en el goce de lo entregado exento de participación protagonista; estableciendo un paralelo con el pensamiento de Saint-Exupéry nos recordó en “La vuelta al día” cómo este entendía que amar no era mirarse el uno en los ojos del otro sino mirar juntos en una misma dirección, cosa que iba más allá del amor de la pareja porque todo amor va más allá de la pareja si es amor… Así, para el inmortal Julio, no sólo escribir era vivir sino también amar; y en ese cortejo el lector fue su cómplice indispensable.