(Shyam Fernández Vidal y Roberto Medina Reyes)
Hoy en día la corrupción es uno de los principales males que enfrentan la mayoría de los países latinoamericanos. Para la República Dominicana, es el mayor problema del sistema político y el talón de Aquiles del oficialismo, quien en los últimos años ha adoptado diversas medidas para reducir las prácticas corruptas y transparentar el sistema de contrataciones públicas. Si bien es cierto que el origen de esta epidemia es anterior al caso Odebrecht, esta constructora multinacional ha sido el detonante para el cuestionamiento de la institucionalidad y del marco regulatorio del sistema de compras y contrataciones públicas.
La propugna por mayores castigos a los funcionarios públicos y por normas más estrictas en dicho sistema es cada vez más popular, dada la idea de que la sobrerregulación evita la corrupción gubernamental. Sin embargo, contrario a lo que se pudiera pensar en cuanto a la existencia de controles estrictos puede desincentivar las actuaciones corruptas, es importante aclarar que la sobrerregulación trae consigo efectos adversos, ya que, -en lugar de premiar lo bien hecho-, impone normativamente la obligación de hacer “lo correcto”, lo que no necesariamente construye una “ruta fácil” para actuar con integridad, ni genera un sentimiento inmaculado en el funcionario de que lo mejor es proceder con ética.
Lo anterior no quiere decir en lo absoluto que es necesario flexibilizar o desregular el sistema de compras y contrataciones públicas, sino más bien que el objetivo debe ser estimular la integridad y fomentar la ética en las actuaciones públicas, a través de medidas menos inquisitivas, más humanas, y más adoptadas a las realizadas del código cultural de los dominicanos. Y es que, si bien las reglas, controles y sanciones hacen más difícil poder cometer actos de corrupción, no necesariamente desincentivan este tipo de prácticas. Esto por dos razones fundamentales: (i) por un lado, existe una gran posibilidad de que el corrupto nunca sea fiscalizado o delatado, lo que incentiva a que éste asuma el riesgo a cambio de obtener una gran cantidad de dinero; y (ii), por otro lado, los distintos hallazgos de las ciencias conductuales enseñan que no hay sentimiento de satisfacción y crédito personal cuando nos obligan a hacer algo “bueno” a la fuerza, más aún frente a una población que en la mayoría de los casos demuestra una animadversión frente a aquel sujeto demasiado recto o serio que deja “pasar” una oportunidad de enriquecerse sin importar la legitimidad de la forma.
Por tanto, como bien advierte el profesor Jaime Rodríguez Arana, citando el informe del G-20, “la lucha contra la corrupción no es sólo cuestión de elaborar y aprobar normas y más normas”, ni de eliminar aquellas que simplifiquen los procesos de contratación por la existencia de una cultura de perversión, sino que requiere de “la creación y fortalecimiento de un sólido tejido ético”. En otras palabras, “la clave está en disponer de las normas que sean necesarias, claras y concretas y, sobre todo, de un compromiso ético, real, contante y creciente” (Rodríguez Arana, Jaime. “Sobrerregulación y corrupción”, publicado en fecha 9 de junio de 2018).
Siendo esto así, la pregunta que debemos hacernos es: ¿cómo lograr, desde el mismo Estado, que los funcionarios asuman un “compromiso ético, real, constante y creciente”? O, más bien, ¿cómo crear “un sólido tejido ético” en el sistema público? Para lograr esto, como bien advierte Richard Thaler, es esencial que la decisión fomentada por el Estado sea una decisión “fácil”, es decir, que la iniciativa de actuar con ética e integridad sea la decisión más “fácil” de escoger para los funcionarios, lo cual, irónicamente, nunca ha sido una tarea sencilla.
Tal y como señalamos en nuestro último artículo (Shyam Fernández Vidal y Roberto Medina Reyes. “Los nudges y la regulación basada en el comportamiento”, publicado en fecha 26 de octubre de 2017), los nudges se presentan como una herramienta idónea para conducir a las personas en direcciones que permitan asegurar un comportamiento determinado. En efecto, la regulación basada en el comportamiento ha demostrado que es posible mejorar la salud humana, el bienestar financiero, la educación, la conciencia ciudadana y hasta reducir las altas tasas de mortalidad en múltiples escenarios a través de “empujones” que orienten a las personas a adoptar decisiones correctas, las cuales, insistimos, deben siempre ser decisiones “fáciles”, sin proscribir ni coaccionar ningún curso de acción individual en específico. El objetivo de los nudges no es cambiar a la persona o imponerle una forma de actuar, sino hacerle las cosas más fáciles de lograr, con menos barreras y laberintos, pero siempre con la idea de que el camino más sencillo sea en todo momento el socialmente correcto, de acuerdo con los conceptos de mayor bienestar social e interés general.
Así las cosas, es evidente que los nudges pueden conducir a los funcionarios a asumir un “compromiso ético, real, constante y creciente”, sin coaccionarlos ni tener que recordarles inquisitivamente cuáles son las consecuencias que implicaría ser un corrupto. En síntesis, se trata de “empujar”, en lugar de sólo “exigir”, a los funcionarios a actuar correctamente convenciéndoles de que ser ético e íntegro es la decisión más fácil y la que maximizará de forma más efectiva sus propios intereses. Al final de cuentas, en todas las decisiones de la vida se genera dentro de nosotros una batalla mental entre el objetivo moral, -los cuales tienen probables beneficios a largo plazo-, y el interés o placer material, -que devienen en ganancias inmediatas o a corto plazo-. Nos pasa con la dieta, los proyectos de emprendimiento y con todo aquello que requiera un esfuerzo y una perseverancia interna para obtener determinados resultados. Nuestra decisión, en la mayoría de los casos, está acompañada de sesgos de statu quo, es decir, de un estado de cosas referentes y subjetivas, más que por los resultados absolutos (valores objetivos) que cada opción presenta (Monroy, Daniel. “Nudges y decisiones inconscientes”. p. 218).
Es por esta razón que la lucha contra la corrupción no debe estar basada en hacer más complicados los procedimientos de compras y contrataciones, ni en el incremento de las penas o de la creación de más normas que sancionen rigurosamente a los funcionarios, pues éstos conocen muy bien y de forma ex ante cuáles son las sanciones y las consecuencias de sus actos. Se trata de volver a lo básico, es decir, a las cosas que se deben aprender desde el hogar, a la importancia de asumir un compromiso ético e íntegro frente a las tentaciones del corruptor. Para esto, es necesario acompañar las reglas, controles y sanciones con ciertos nudges que “empujen” a los funcionarios a tomar el camino más fácil para la sociedad, sus familiares y sus propios intereses, el cual siempre será el socialmente correcto. Por tanto, y recordando la frase de Richard Thaler, Premio Nobel de Económica, para lograr que una persona elija hacer (X) en lugar de (Y) es necesario hacer que “la decisión correcta sea una decisión fácil”. Sentado lo anterior, debemos preguntarnos: ¿cuáles nudges pueden implementarse para desincentivar actuaciones corruptas? La respuesta a esta pregunta será el objeto de la segunda parte de este artículo.