Los museos no son almacenes de objetos antiguos ni simples espacios para colecciones de piezas. Son la memoria cultural de una sociedad moderna.
La palabra museos deriva de musas que, en la antigüedad, eran deidades inspiradoras del arte en sus diversas manifestaciones y que desde La Ilustración se consideran como fuentes de inspiración del talento creador estético.
Para los griegos, el museo era “la casa de las musas” y este tenía un doble función: eran talleres para producir el arte y centros de exhibición para dar a conocer el arte al gran público. Este doble objetivo se mantuvo hasta la modernidad en Oriente. En la modernidad occidental solamente asumió la segunda acepción.
La modernidad se inicia con la Ilustración, en el siglo XVIII. La Ilustración se presenta como la madurez de la razón, donde el individuo deja los pantalones cortos de las emociones y los sentidos y comienza a vestir los pantalones largos de la razón. Allí el individuo deja el tutelaje que ejercía sobre él la monarquía, la nobleza y el clero e inicia a pensar autónomamente, pasando de la niñez a la adultez en la razón. La Ilustración implica la madurez del individuo en el pensar y, por vía de consecuencia, pasa del protectorado a la autonomía.
El mayor prototipo de este salto cualitativo de la razón viene expresado por el filósofo Enmanuel Kant, con su famosa trilogía de la Crítica de la Razón Pura, Crítica de la Razón Práctica y Crítica del Juicio. Con Kant salimos de la inmadurez y la protección en el pensar, pasando al individuo que se atreve a pensar por si mismo. Es lo que se ha denominado la autonomía de la razón. La autonomía no es ya un atributo del Estado, sino de los individuos, y por extensión, de las instituciones.
Lo que quiero dejar dicho es que la versión moderna de los museos surge en el siglo XVIII, marcada con la autonomía de la razón. A finales del siglo de la Ilustración, los museos ya no son patrimonio de coleccionistas familiares, de potentados o adinerados, pues pasan a ser patrimonio público. Dejan de ser proyectos privados y se erigen en instituciones públicas de carácter nacional.
Es curioso que el primer museo de la modernidad que es el Louvre. Se inaugura el 10 de agosto de 1793, en el primer aniversario del asalto a las Tullerías, donde se inicia el proceso de expropiación de patrimonios de la realeza y la nobleza o la monarquía y el clero, a convertirlos en patrimonios públicos de carácter nacional.
El Louvre, símbolo mundial de la museografía moderna, cuenta hoy con una extensión física de 1.6 kilómetros y unas 487,000 piezas. Se necesitarían 4 días completos, dedicándole 10 segundos por obra, para hacer una visita completa. Este museo es visitado por más de 8 millones de personas al año.
El salto cualitativo que imprimió la modernidad a los museos a través de la Ilustración puede resumirse, pues, así: pasamos del tutelaje a la autonomía de la razón (1); y, de ser proyectos privados los museos pasan a ser proyectos públicos de carácter nacional (2).
Pero, a medida que ha pasado el tiempo las circunstancias han ido obligando a que los museos den un segundo salto en la vida social de la modernidad, aspecto que trataremos en la segunda de tres entregas que haré sobre el tema, en esta oportunidad.