Durante más de un siglo los militares dominicanos han actuado con absoluta impunidad, lo cual les ha permitido acumular cuantiosas fortunas. Hasta hace algunos meses se consideraban intocables y a ninguna entidad responsable de supervisar el cumplimiento de los procedimientos y normas en el manejo de los fondos públicos, como la Cámara de Cuentas o la Contraloría, osaba hurgar en el manejo de las finanzas de los aparatos represivos del Estado.
El caso más paradigmático es el del dictador Rafael L. Trujillo quien ya antes de asumir el poder el 16 de agosto de 1930 era uno de los hombres más ricos del país pues detentaba un caudal estimado en un millón de dólares. Para lograrlo empleó diversas modalidades de corrupción administrativa como las compras sobrevaluadas, el control del servicio de lavandería y una práctica muy arraigada en los cuerpos armados como es la creación de nóminas con puestos inexistentes, además de disponer de la fidelidad de una cohorte de oficiales con quienes se había formado en el centro de formación militar establecido por los ocupantes norteamericanos en la comunidad de Guerra.
La conformación de numerosos monopolios, descritos por Félix A. Mejía en su libro Viacrucis de un pueblo, publicado en México en 1951, le permitió al todopoderoso jefe militar obtener ganancias exorbitantes. El funcionamiento de las Cantinas del Ejército originó diversos conflictos pues las mismas también vendían al público por medio de los propios militares pues el precio de las mercancías era inferior al de los demás comercios. A los guardias les concedían tickets hasta por el valor de su salario, aunque si estos compraban en efectivo se les rebajaba hasta un diez por ciento.
Luego de esto, y de manera progresiva, Trujillo se apoderó de todas las áreas productivas del país como la industria, la agropecuaria, la importación de mercancías, el cobro de impuestos, la operación de las célebres cantinas del ejército, actividades que le permitieron a Trujillo conformar un poderoso complejo industrial basado en la expoliación, cobro de impuestos legales e ilegales, competencia desleal y otros. Como resultado de este creciente proceso de engrosamiento de su fortuna no era posible distinguir entre el patrimonio personal del déspota y los bienes estatales. Sus hermanos se apropiaron de una serie de negocios que iban desde el cobro de impuestos en las principales carreteras del país hasta la prostitución que les permitieron enriquecerse rápidamente.
Durante la dictadura Trujillo satisfizo las apetencias de los militares mediante la corrupción y el otorgamiento de numerosas prebendas. Tras el derrocamiento de la dictadura, los militares, formados en la tradición del despotismo y el factor decisivo en la reproducción del régimen, pasaron a desempeñar un papel central en los procesos políticos y una preeminencia respecto al poder civil. En este nuevo contexto el alto mando militar desató un intenso proceso de “acumulación ilegal de capitales” que provocó el distanciamiento de los grupos que en principio apoyaron el golpe de estado contra el gobierno constitucional del profesor Juan Bosch, a la desmoralización del gobierno del Triunvirato y a minar los cimientos del poder militar.
Las cantinas militares
Las cantinas continuaron funcionando durante el Consejo de Estado, presidido por Rafael F. Bonnelly, el gobierno de Bosch y el Triunvirato, y tenían como propósito compensar los bajos salarios devengados por los miembros de las Fuerzas Armadas y evitar que estos estuvieran a merced de los “comerciantes explotadores”. Mediante este sistema a los militares se les permitía importar todo tipo de mercancías del exterior exentas del pago del impuesto correspondiente, y muchas veces utilizando los aviones y barcos destinados a la defensa del Estado. Importaban alimentos de todo tipo, bebidas alcohólicas (whisky, vino, cerveza, champán), cigarrillos, prendas de lujo, relojes, ropas, electrodomésticos, medicamentos, zapatos, etc.
Las mercancías de las cantinas inundaban el comercio y competían de manera desleal con aquellas adquiridas por los mecanismos administrativos formales. La detección de esas mercancías resultaba difícil pues los comerciantes no las colocaban en los tramos de sus negocios, sino que las ocultaban en sus casas y en las de los militares. La gran cantidad de bebidas alcohólicas importadas por los militares provocó la protesta de los comerciantes importadores de este ramo, los cuales se reunieron, en febrero de 1964, con el secretario de Finanzas y acordaron solicitar al Triunvirato un gravamen del 50% por derechos de importación para las cantinas de las Fuerzas Armadas y la Policía.
De acuerdo con las informaciones del secretario de Finanzas, en 1963 las cantinas de los militares y la Policía importaron 871 cajas de cosméticos, preparaciones para pelo, perfumes y otros artículos similares, y 908 cajas con grabadoras, radios, tocadiscos, televisores y otros electrodomésticos. Además, cartones de planchas eléctricas, 429 cajas con máquinas de coser, ropa de mujer, así como 319 cajas con tenis de mujer. Importaron además 1,200 maletas, 6,285 relojes más cinco cajas y 123 bultos de refrigeradores. El 80% de esos artículos correspondía a la cantina de la Fuerza Aérea Dominicana.
Los comerciantes e industriales de Santiago de los Caballeros emitieron un comunicado para manifestar su disconformidad por el auge del contrabando y la continuidad de las cantinas militares, las cuales operaban ya bajo la modalidad de grandes almacenes, donde no solo se expendían mercancías y artículos de primera necesidad, sino también bebidas y mercancías suntuarias canalizadas a manos de particulares, los cuales se beneficiaban de precios mucho más reducidos que los de las tiendas privadas, los cuales debían pagar una serie de impuestos de los que estaban exonerados las cantinas. Como medida inicial, los industriales anunciaron descontinuarían la venta de distintos géneros que, al estar gravados con aranceles e impuestos de importación, e incrementados sus costos por los impuestos de patentes, rentas, salarios, seguros y otros gastos, no podían competir en precios con los géneros destinados al público procedentes de las cantinas o almacenes militares. Tildaron “de desconcertante e injusto” el privilegio disfrutado por los organismos castrenses, cuyo costo de mantenimiento estimaban elevado y se sufragaba con los impuestos aportados por el pueblo. (Listín Diario, 25 de febrero de 1964).
Un editorial del Listín Diario denunció los perjuicios causados al comercio por la competencia ilegal de las cantinas: “Esa práctica, que se remonta a un lejano tiempo, ha estado creando un grave perjuicio al comercio nacional no solamente porque le resta un gran número de posibles compradores, como lo son los miembros de las Fuerzas Armadas, sino por el hecho de que muchas de las mercancías, vendidas en cantinas, van a parar a manos de particulares, así como de comerciantes que, por ese medio, realizan una competencia desleal a los que pagan todos sus impuestos, mermando en magnitud muy apreciable los ingresos fiscales del Estado”. (Listín Diario, 1 de marzo de 1964).
De acuerdo al editorial, las cantinas ensancharon sus actividades y adquirieron la forma de “verdaderos almacenes” donde ya no solo expedían artículos de primera necesidad sino también mercancías suntuarias como bebidas costosas, perfumería, relojes y tejidos finos, aparatos lujosos, prendas de vestir para señoras, etc. Denunció la existencia en el puerto de Santo Domingo de 47,000 cajas de distintas bebidas alcohólicas extranjeras destinadas a las cantinas, cuya exoneración se solicitó al Gobierno. El editorial concluía que el mantenimiento de las cantinas diezmaba tanto a los comerciantes como al propio fisco. En junio de este último año, las asociaciones de comerciantes minoristas y mayoristas de Santiago protestaron de nuevo contra las cantinas y amenazaron con un paro de actividades.
En el primer trimestre de 1964, las cantinas militares importaron RD$3.5 millones en las siguientes mercancías: neveras, televisores, acondicionares de aire, licores, quesos pasteurizados, sidra, coñac en estuches suntuosos y whisky de distintas marcas. El Ejército importó 550 cartones de alimentos enlatados, pastas alimenticias y queso rallado en lata, 770 bultos de gelatina, refrescos Kool Aid, lana de acero, cereales y moldura de aluminio (borde).
Además, 200 cartones de carne de vaca enlatada, 3 bultos con mobiliario para la cantina, 100 cartones de gallinas enteras, 50 licuadoras eléctricas, 667 cartones de jugos de distintos tipos y relleno de frutas, 43 cajas con efectos para la casa (bañeras, forros plásticos para tabla de planchar y palanganas). Igualmente, 1,000 cartones de cerveza en lata marca India, 8 televisores, 6 radios fonográficos, 77 cartones de galletas dulces, 100 cajas de sardinas, 500 cajas con cubrecamas de algodón, 18 pares de zapatos de hombre, 49 pares de calcetines de rayón para hombre, 150 docenas de camisetas. La Marina de Guerra importó, entre otras mercancías, 1,235 cartones de whisky escocés y 500 cajas de cerveza blanca, y la Policía Nacional, 2,211 bultos de licores de cereza Dranbuie, coñac en estuches de lujo y whisky Marchay Harvey, 1,400 cajas de whisky Scott Especial, Chivas Regal, 500 cartones de extracto de malta, 150 cartones de brandy Lagrade, 3,182 cartones de cerveza BB, Miller, High Life, Llave y Beck’s Bier, entre otras mercancías. (Listín Diario, 20 de abril de 1964).
La presión de los comerciantes, de los hombres de negocios y asociaciones de comerciantes obligó a Reid Cabral a decretar que las cantinas militares debían pagar los impuestos y derechos de las mercancías importadas. Pero aun pagando sus derechos de importación el comercio nacional veía difícil superar la competencia desleal de las cantinas militares, pues estas no pagaban patentes y no tenían los gastos generales de los comerciantes en materia de salarios, almacenes, publicidad, empleomanía y otros renglones, al margen de que sus ganancias no se hallaban sujetas al pago del impuesto sobre la renta. Por ello, y para calmar a los comerciantes de Santiago con quienes se reunió́, el presidente del Triunvirato determinó que solo tendrían derecho a comprar en ellas los miembros de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, se impedía la reventa de las mercancías procedentes de dichas cantinas y se ordenaba incautar las mercancías objeto de la infracción.
A los reclamos de los comerciantes de Santiago se adhirió́ la Cámara Oficial de Comercio, Agricultura e Industria del Distrito Nacional, que calificó de “competencia desigual” a las cantinas militares. Por medio de su presidente, Miguel Guerra S., demandó “una regulación estricta de la venta en las cantinas de las Fuerzas Armadas por medio de una ley, para que las mismas se limitaran a la venta primordial y preferentemente de productos nacionales y no perjudicaran los intereses de la clase comercial y de la industria nacional. (Listín Diario, “Los comerciantes protestan contra cantinas militares”, 15 de marzo de 1964).
Las reiteradas protestas de los comerciantes contra las cantinas militares, las cuales consideraban lesivas a la economía dominicana, obligaron al secretario de las Fuerzas Armadas a designar una comisión para inspeccionar sus locales, el monto y control de las asignaciones concedidas a sus beneficiarias y su sistema de contabilidad. Reid Cabral les restó importancia a las quejas de los comerciantes, a quienes exhortó a impedir que sus miembros compraran las mercancías de las cantinas.203 Asimismo, se unieron a la protesta la Cámara de Comercio de San Francisco de Macorís, la Asociación de Detallistas de Puerto Plata (conducida por Emilio Cabrera), la Asociación de Comerciantes y Detallistas, la Asociación de Mayoristas en Provisiones (dirigida por Manuel Arsenio Ureña), entidades que abogaron por la generalización de las protestas en contra del contrabando y las cantinas, así́ como por el cierre de sus establecimientos. (Listín Diario, 22 de abril de 1964).
El Listín Diario hizo una reflexión sobre gastos militares, impuestos y cantinas. Resaltó, en primer término, la importante porción del presupuesto nacional que consumían las Fuerzas Armadas, la cual se nutría principalmente de los ingresos que recibía el Gobierno por concepto de impuestos a las importaciones. Por consiguiente, tanto los servidores civiles como los militares deberían comprender que las exoneraciones a las cantinas militares podían lesionar la solvencia del presupuesto y limitar la capacidad de pago de todos sus servidores. De ahí concluía que la solución al problema de las cantinas resultaba urgente y necesaria la cual redundaría en beneficio de toda la población, incluidos los militares.
La oficialización de la cantina de la Policía Nacional, que operaba desde julio de 1963, exacerbó los ánimos de los comerciantes y de la población en general. A mediados de junio quedó constituida, bajo firma privada y las normas del Código de Comercio, la Cantina Policía Nacional, C. por A., integrada por oficiales superiores de ese cuerpo represivo, con un capital autorizado de RD$500,000 y RD$50,000 suscrito y pagado, lo cual convertía en empresarios a los altos jefes policiales. La cantina negociaría al por mayor y detalle con comestibles, productos médicos y farmacéuticos, hilos y tejidos en general, calzados nacionales y extranjeros, bebidas alcohólicas, efervescentes y gaseosas nacionales y extranjeras y joyería en general. Además, artículos del hogar, perfumería y cosméticos y toda gestión relacionada con el libre comercio. (El Caribe, 27 de junio de 1964).
Según el general Belisario Peguero, presidente de la recién creada empresa comercial y un protegido del general Antonio Imbert Barrera, esta se concebía como una cooperativa de consumo exclusivamente para los miembros de la institución. Sin embargo, ante el cúmulo de críticas generadas, el propio Reid Cabral asumió la responsabilidad́ por la creación de esa compañía y para aligerar la adversa reacción al asunto expresó que esta era una cooperativa de la cual todos los miembros de la Policía podían ser miembros, cuando en realidad se trataba de una compañía por acciones como se consignaba en el acta de constitución, pues las cooperativas son entidades sin fines de lucro.
El artículo 147 de la Ley Institucional de la Policía prohibía a sus miembros en servicio activo dedicarse a funciones administrativas, con excepción de las de carácter oficial, remunerado u honorífico. Pero la batalla contra las cantinas no la libraron solamente los comerciantes. A ella se incorporaron el empresariado, los hacendados, los pequeños y medianos comerciantes, los cuales se unieron para reclamar a Reid Cabral la supresión de las cantinas de las Fuerzas Armadas y la Policía, así́ como las de las organizaciones comerciales que las alentaban y abastecían.
Para los directivos de nueve asociaciones resultaba intolerable e “insólito” el ejercicio del comercio por las instituciones armadas, por lo cual solicitaban la “definitiva y radical de esa ominosa práctica”. Entendían que las cantinas perjudicaban los intereses generales del país por el deterioro que ocasionaban al comercio y a la industria nacional. Consideraban como “irregular e injustificable” la práctica del comercio por las instituciones militares pues representaba una violación a sus leyes orgánicas, y definían el funcionamiento de las cantinas y de los establecimientos articulados a ellas como contrarios a la ética comercial, pues constituían “una competencia desleal y un privilegio pernicioso e injustificable”. (El Caribe, 5 de julio de 1964).
Al día siguiente de la enérgica reclamación del alto empresariado y los comerciantes, y en una tesitura de no confrontar directamente el poder militar, Reid Cabral pro- nunció un discurso en el cual justificó la existencia de las cantinas militares, las cuales no tenían la intención de “menoscabar” los intereses de los comerciantes sino de “reparar una injusticia” y “mejorar el nivel de vida de los hombres de uniforme”, quienes, a su juicio, tenían la responsabilidad de defender y mantener la integridad nacional y el orden público. Entendía que la oposición a las cantinas militares se había incrementado con la creación de la Cantina Policía Nacional y que dicha cuestión se había utilizado para mantener la intranquilidad en el país, y reiteraba que asumía la completa responsabilidad de la misma por cuanto se había organizado bajo su absoluta aprobación.
El 30 de junio, Reid Cabral celebró una reunión con los empresarios que demandaban la eliminación de las cantinas y acordaron que estas comprarían las mercancías a los agentes locales. Por tal razón, le tomó de sorpresa la petición formulada por los empresarios, y, de forma torpe, atribuyó la reclamación a la “intromisión de la política en la solución patriótica de los problemas nacionales”.
Finalmente, Reid Cabral dispuso el cierre de las cantinas y ordenó la venta al pueblo de todas las mercancías disponibles en su inventario. Pero ya resultaban irreversibles los daños ocasionados al comercio y a la industria, además de que se enajenó el respaldo de un conglomerado que fue uno de los soportes fundamentales en su ascenso al poder. En uno de los párrafos de su discurso, Reid Cabral insistía en que solo se pretendía contraponer a militares y civiles: “Con la clausura de las cantinas se cierra el capítulo de especulaciones y se acaba el manjar para quienes insisten en dividir al pueblo en civiles y militares”. Veía la demanda de los empresarios solo como un intento de “querer confrontar a los hombres que tienen que perder con las fuerzas obligadas a proteger lo que ellos tienen que perder”. (Donald Reid Cabral, Discurso, El Caribe, 6 de julio de 1964).
Para algunos comerciantes el cerrojazo de las cantinas contribuía también a disminuir el contrabando pues según los contrabandistas las mercancías que vendían se las proporcionaban los propios militares. Pero los comerciantes rechazaron tener vínculos con ese estamento, como lo había indicado Reid Cabral. Por el contrario, manifestaron rechazo hacia a esa actividad. Los hombres de negocios, decía uno de los firmantes del documento, despreciaban a los políticos “porque con su demagogia lo que hacen es perjudicarnos en nuestros trabajos”. (El Caribe, 7 de julio de 1964).
Como medida complementaria al cierre de las cantinas, el presidente del Triunvirato ordenó que los aviones militares no volaran al exterior pues a la Fuerza Aérea se la asociaba al tráfico de mercancías desde Miami, de acuerdo a la versión de un periodista de Prensa Asociada. Para compensar el cierre de las cantinas, y en contra del denominado plan de austeridad anunciado, Reid Cabral decretó una subida de diez pesos a los salarios de los rasos y clases de la Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, sobre la base de ajustes en los gastos del Gobierno, de modo que el sueldo mínimo pasó de 54 a 64 pesos. Esto desató una polémica ya que el Gobierno realizaba negociaciones con el Fondo Monetario Internacional (FMI).
Para el periódico La Información de Santiago, la solución a las cantinas había creado una ola de confusión: “La solución dada por el gobierno al problema de las cantinas militares, lejos de traer el sosiego a la ciudadanía, ha provocado, por el contrario, una ola de confusiones que tiende a hacer más neurálgica la delicada situación política y económica que vive el país. La circunstancia de que la solución buscada se fundamente en una elevación de los sueldos de un gran sector de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional, pone en entredicho la sinceridad, o más bien, la capacidad del gobierno en alcanzar el éxito en su anunciada política de austeridad, si el concepto de austeridad ha de ser tan cambiante como las contingencias de cada caso lo requieran”. (La Información, 10 de julio de 1964).
Consciente de que los militares constituían su única base de sustentación, Reid Cabral autorizó a la Fábrica Dominicana de Cemento vender a 57 centavos la funda de cemento a los militares y policías para la construcción de sus viviendas, que era el precio de venta para la exportación. Los profesionales, técnicos y obreros de la Corporación de Fomento Industrial (CFI) consideraron esta venta preferencial a los militares y policías como “desatinada y perjudicial al patrimonio nacional” y amenazaron con renunciar, pues llevaría a la quiebra esa industria. Pero también rechazaron la medida los accionistas privados de la empresa, que poseían el 28% de las acciones. (El Caribe, 21 de noviembre de 1964). En otra medida compensatoria a la eliminación de las cantinas militares, Reid Cabral dispuso un sobresueldo de cien pesos por especialismos a 36 oficiales de los institutos castrenses, en febrero de 1964, además de la construcción de 600 viviendas.
Ahora bien, el cierre de las cantinas no comportó el fin de los negocios ilícitos por parte de los militares, pues la Dirección General de Servicios Tecnológicos, dependencia de la Secretaría de las Fuerzas Armadas, continuó ejerciendo públicamente el comercio de importación y venta de refrigeradores, acondicionadores de aire, estufas, muebles, televisores y otros artículos del hogar, los cuales vendían a precios muy inferiores al costo de liquidación de los comerciantes de esa rama. Esos mismos artículos importados por los comerciantes pagaban gravamen e impuesto de hasta un 150% ad valorem, mientras la Dirección General de Servicios Tecnológicos los introducía en el mercado nacional libres de impuestos, además de no pagar patentes, impuesto sobre la renta, seguro social ni tener gastos generales por ser una dependencia del Estado. (El Caribe, 17 de septiembre de 1964).
Desde el punto de vista de los intereses empresariales, la lucha contra las cantinas militares demostró que los industriales estaban adquiriendo conciencia de clase y su disposición de actuar de manera conjunta para defender sus intereses no obstante las diferencias que los distanciaban. El triunfo frente al Triunvirato, y antes contra Juan Bosch, les reveló la efectividad de ejercer presión en grupo. (Frank Moya Pons, Empresarios en conflicto, Santo Domingo, 1992, p. 123).
Para el periodista estadounidense Dan Kurzman la “píldora más amarga de todas fue la corrupción masiva de los jefes militares, que en un ataque de nostalgia por los días privilegiados bajo Trujillo, se concedieron ambiciosa y abiertamente”. Mediante el uso de los propios recursos de las Fuerzas Armadas los militares se lucraban a ojos de todos, como se hizo evidente en las numerosas casas de lujo que construyeron los altos jefes militares, para lo cual empleaban una mano de obra compuesta por soldados mientras decrecía el nivel de vida de la población. Ni siquiera durante la dictadura de Trujillo los militares disfrutaron de tan cuantiosas ventajas materiales sin tener que guardar lealtad a ningún jefe. (Dan Kurzman, La revuelta de los condenados, Barcelona, 1966, p. 123).