En mi artículo de la semana pasada abordé el supuesto del pensamiento político que de la mano de El príncipe, de Nicolás Maquiavelo, se fija como objetivo supremo de la acción política la perpetuación personal del gobernante en el poder.
En dicho artículo señalé que la vocación de permanencia en el poder –durante períodos largos o consecutivos- es indisoluble del autoritarismo, porque para lograr su objetivo el gobernante requiere de la implementación de mecanismos anti-democráticos o de constreñimientos a los espacios del debate público.
La ancestral pobreza que excluye socialmente a la mayoría de las poblaciones latinoamericanas contribuye a crear situaciones de indefensión que son aprovechadas por los gobernantes para establecer relaciones de compromiso y de subordinación, provocar el envilecimiento personal del subordinado, la alienación de las mentes y el constreñimiento de las voluntades.
Se suma a esto que en la mayoría de los países latinoamericanos, las décadas de gobiernos autoritarios impiden el funcionamiento autónomo de las instituciones, así también como la consolidación de un marco legal y una cultura de pensamiento crítico necesarios para el desarrollo de una sociedad democrática.
La debilidad institucional y la ausencia de una cultura crítica dificultan el establecimiento de reglas transparentes y sostenibles. Así, las leyes, las instituciones y los discursos se subordinan al poder del “jefe” y quienes se oponen al mismo van interiorizando que el único mecanismo para transformar el estado de cosas es mediante la instauración de un “régimen popular de fuerza”, gobernado por un caudillo.
No es pues, anómalo, la frecuencia con que personas de sensibilidad social proporcionan su apoyo moral a líderes “redentores” o “mesías políticos”. Se olvida que los proyectos de desarrollo sostenible requieren del empoderamiento ciudadano para la creación de la riqueza y para la constitución de espacios de discusión crítica. El caudillo fracasa en la primera tarea, porque concentra el resultado de la producción económica y la distribuye a su capricho, como dádiva, premio político o criterio populista, sin hacer consciente al ciudadano de la necesidad de convertirse en sujeto autónomo de la producción económica, a fin de encauzar un modelo de desarrollo sostenible.
En la segunda tarea, el caudillo también fracasa, porque clausura los espacios de discusión a los que teme como posibles mecanismos de socavamiento político. De ahí que desarrolla una “paranoia política” donde cualquier crítica es insurrección, todo proyecto político alternativo es traición a la patria y sus rivales políticos son vistos como antisociales que deben ser marginados, perseguidos o exterminados.
Así, desde los tiranos opresores hasta los caudillos populistas, un signo distintivo de la espiritualidad latinoamericana ha sido el imaginario del líder político como demiurgo redentor encarnado, o en las palabras de Octavio Paz: “una especie de Dios trascendente que desciende para hacerse proceso histórico”.
Durante un período relativamente corto de nuestra reciente historia parecía que este imaginario estaba condenado a desaparecer. No obstante, en los últimos años, la aspiración libertaria de nuestro continente vuelve a ser encauzada por nuevos proyectos mesiánicos.
Uno de ellos se ha erigido bajo la bandera de Simón Bolívar. Paradójico, pues fue él mismo quien expresó hace casi doscientos años: “Nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo a un mismo ciudadano en el Poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle y él a mandarlo, de donde se originan la usurpación y la tiranía”.