En los primeros años del presente siglo fue cuando me percaté de que enero, febrero, marzo, abril, mayo y junio eran (todos) los meses de la Patria. Me avergüenza que así fuera y que tanto tiempo discurriera antes de reencontrarme, a mí mismo, con la historia y mi patria escamoteada. Es que por vías de consecuencias, estaba claro que no podía ser solo uno el mes escogido para conmemorar la casa grande que es la Patria. En un día de aquellos, cuando iniciaba el siglo, vi a la escolaridad desfilar, ignorándolo todo, pero conducida y vestida de patria, bajo evidencias de dos colores tan familiares… Y marchaban sonreídos, no les molestaba el sol ni los sudores del mediodía.
Quien lea se preguntará y se contestará por qué todos esos meses, que es la mitad del año, son de la Patria y no uno solo. Ahí les dejo con la historia que, con el tiempo, nos han dejado muy mal leer y mucho menos estudiar, la que se asoma aún con dudas, avergonzada y temerosa. La que le teme a la censura política y eclesial. Así de simple. Los bochornos, desde tiempos coloniales, callaron las narrativas veraces que se desprendieron de los actos, sucesos y acontecimientos que definieron nacionalidades y soñaron con libertades ingenuas e inalcanzables soberanías. El peso de las sotanas, aliado impuesto a la ignorancia garrafal del conglomerado irredento, nos impidió ver más allá de tantas vírgenes, santos y deidades sincréticas que se levantaban tan solo en altares sacrosantos, con los hitos referenciales de tan augustísimas vivencias, doctas de tanto amor prohijado desde lo más alto del cielo infinito, y procreado en las cunas de los altos aposentos de alcurnias heredadas.
Y ya, encaminados dentro de la segunda década del siglo XXI, es justo que debamos desmontar mitos, esclarecer episodios y clarificar la historia. En medio de la rebatiña por los terrenos reservados por la UNESCO como parte de la biósfera del Caribe, que son los de Bahía de Las Águilas, las conmemoraciones del Bicentenario de Juan Pablo Duarte han continuado como si todo estuviese muy bien y no lo está. No lo puede estar porque hay un silencio morboso que oculta un bochorno del pasado que precisamente humilló a Duarte y a todos Los Trinitarios.
Su excomunión, un 28 de julio de 1844, nunca ha sido resarcida por la Iglesia Católica. El desagravio nunca ha llegado. Duarte y los suyos están expulsados del reino de los cielos por haber sido anti santanistas porque así lo decidió el Arzobispo Portes y así se ha quedado por más discursos, tedeum, misas, desfiles y conmemoraciones.
El manto sagrado fue ampliado un 16 de junio de 1954, cuando el dictador Trujillo Molina firmó solemnemente el concordato en la sede vaticana de la iglesia católica. Ahora con justa razón las reales fuerzas vivas de la nación esperan que esa misma iglesia pida perdón, desagravie a Duarte y a Los Trinitarios, que eliminen esa excomunión; que le quiten el nombre a la calle Arzobispo Portes, que le pongan Calle de Los Trinitarios y que anulen el concordato entre el papa de entonces (Pío XII, y firmado por su secretario plenipotenciario, monseñor Domenico Tardini) y el dictador dominicano…