“Tal vez la gratitud no sea la virtud más importante, pero sí es la madre de todas las demás”— Marco Tulio Cicerón.

En el momento en que escribimos estas líneas la Casa Blanca se atribuye, junto a los ingleses, la victoria sobre la Alemania nazi, sin mencionar a la URSS. No es para nada extraño. Occidente siempre ha tratado de minimizar el rol de los soviéticos en el desenlace de esta colosal y sangrienta conflagración mundial.

Peor aún, para millones de europeos, los verdaderos-y hasta únicos-héroes de esta guerra fueron los que hoy descaradamente se declaran únicos libertadores de los pueblos sometidos al atroz sistema de esclavitud alemana. Intento repetido de afianzar en la conciencia de los pueblos del mundo una visión distorsionada de ese episodio bélico tan vergonzoso, decisivo y aleccionador del siglo XX.

Los medios de comunicación occidentales juegan un rol estelar en ello. Sus historias mendaces o sutilmente adaptadas a los intereses que representan son parte de la cotidianidad del mundo occidental. Y nuestros contemporáneos, poco dados a la investigación y al análisis, suelen creer en casi todo lo que aviesamente se les sirve en los medios de comunicación. En los programas de History Channel y sus cadenas hermanas, por ejemplo, los soviéticos apenas aparecen en la narrativa como hombres rudos y salvajes guiados por un despiadado dictador, como en realidad lo fue José Stalin.

Pero al margen del enjuiciamiento que podamos hacer de la figura de Stalin, que es otra discusión, estamos del lado de esta firme convicción: el papel clave y determinante de la victoria sobre el salvaje fascismo alemán pertenece a la Unión Soviética. Esta afirmación la hacemos en estos días, no solo por lo que dice la Casa Blanca, sino porque millones de ingratos descendientes de los pueblos liberados, influenciados por las versiones oficiales de la guerra de sus élites, se resisten a reconocer el sacrificio de veintisiete millones de vidas soviéticas (13,7% de la población total de entonces), mayoritariamente rusas, caídas en las grandes y sangrientas batallas escenificadas en el más extenso frente de guerra jamás visto en la historia.

Hoy es más conveniente presentarnos la guerra entre Alemania y la URSS afirmando que fue realmente la segunda la culpable de que los demonios de la guerra se desataran, que es una versión muy de moda en estos días.  Para sustentar esta tesis recurren a la firma del famoso Pacto Ribbentrop-Molotov, firmado el 23 de agosto de 1939, que incluía un adendum sobre el reparto de Polonia, parte de Rumanía (Besarabia) y países bálticos.

Documentos recientes de las actividades de los altos mandos soviéticos arrojan nuevas luces sobre este pacto, especialmente en lo que respecta a sus causas motrices. En los años previos al inicio de la guerra, la URSS intentó convencer a los aliados occidentales de la conformación de una poderosa alianza militar contra Hitler -con la idea de no dejarlo salir de sus fronteras-, evaluando las fuerzas de sus enemigos potenciales e hipotéticos.

Ante la negativa de pacto militar alguno, y vistas las significativas desventajas militares de la URSS en soledad, Stalin decide firmar el mencionado Pacto, intentando ilusoriamente quedar al margen de uno de los más cruentos conflictos militares de todos los tiempos. Obviamente, para la URSS tuvo sus conocidas ganancias: permitió el control del este de Polonia y la reunificación de los ucranianos y bielorrusos que durante siglos habían permanecido en esas regiones. También la conversión de las naciones bálticas-Estonia, Letonia y Lituania-en repúblicas soviéticas.  Por tanto, fue un pacto de reparto y contención.

La realidad es que Moscú no fue el primero en celebrar un acuerdo con la Alemania de Hitler. Los medios occidentales parecen sufrir de amnesia cuando se trata del Acuerdo de Múnich de 1938, refrendado por el Reino Unido, Francia, la Alemania nazi y la Italia fascista. Su objetivo fue desmembrar Checoslovaquia como una jugada defensiva-preventiva de esas potencias frente al acelerado rearme y belicosidad imperialista de Berlín y Roma.

¿Podemos afirmar que por lo de Múnich esas potencias son culpables de desatar la Segunda Guerra Mundial? Bien pudiéramos sospechar que en ese momento ellas habían comenzado a despejar el camino a Hitler para que apuntara sus cañones contra la URSS, en realidad el enemigo común de Occidente, mientras ganaban tiempo y apostaban-sobre todo Churchill- a la destrucción del primer Estado socialista del planeta. Muchos historiadores coinciden en afirmar que el comienzo de la Segunda Guerra Mundial se puede establecer en el acuerdo de Múnich y la entrada subsecuente de tropas polaco-alemanas en Checoslovaquia. No solo fue un pacto de reparto y contención, como el de Ribbentrop-Molotov: esconde la bendición de la agresión fascista hacia el este.

Al borde del Pacto Ribbentrop-Molotov, ciertos cómplices de Hitler en la guerra tratan hoy de identificar el socialismo soviético con el fascismo alemán como dos males absolutos. Antiguos colaboradores del fascismo alemán, como Hungría, Croacia, Rumanía, Polonia y las repúblicas bálticas, no pueden dejar de estar de acuerdo con esta perspectiva. En el caso concreto de las últimas, los elogios y reconocimientos de sus actuales gobiernos a sus veteranos de la Waffen-SS, auténticos criminales y genocidas de guerra, son muy conocidos. En todo caso, si bien el comunismo ensayado no era el ideal que se pretendía y publicitaba, igualarlo a la ideología nazi resulta injusto y algo más que un absurdo interesado.

La realidad histórica es que el segundo frente fue reabierto en junio de 1944, con el publicitado desembarco de Normandía. En ese momento, la URSS, desangrada y destruida, había decidido la guerra en colosales batallas, como la de Kursk, Leningrado, Moscú y Stalingrado (y al final con la Berlín). Son grandes odiseas militares del pueblo soviético que la humanidad debe agradecer y no olvidar nunca.