Parece una maldición, pero así es la cosa: desde el 27 de febrero de 1844 ha sido un deporte nacional lo que el decimero dominicano Juan Antonio Alix condensó en la frase “coger los mangos bajitos”. Según Carlos Fernández Rocha, citando a Rodríguez Demorizi, esta expresión significa “aprovecharse del esfuerzo ajeno, aprovecharse de la propia fuerza o edad”. Esta actitud de aprovechamiento de lo ajeno, el cantor del Yaque la utiliza como clave de la vida política nacional.

Por eso la suerte ingrata

De la Patria no me¡ora

Porque muchos son ahora

Como don Martín Garata,

Que quieren meterse en plata

Ganando cuartos mansitos

Con monopolios bonitos,

Con chivos o contrabando,

O así, de cuenta de mando,

e coger los mangos bajitos.

Ya no es la raza, ya no son los vecinos, ya no son los yanquis nuestra principal amenaza a la salud de la “patria” como refieren los pensadores del siglo XIX dominicano; sino el sistema estructurado de impunidad que posibilita que, cada dominicano que quiera aprovecharse del esfuerzo ajeno (dígase, de los dineros de todos) su primer objetivo es acceder a la cosa pública, al poder del Estado y para llegar allí debe ser político o tener un hermano, primo, amigo, compadre político. La política ha sido el refugio para el enriquecimiento ilícito sin que haya graves consecuencias.

En el siglo XIX y principio del XX la cuestión nuclear era el entreguismo del país a los extranjeros y la poca confianza que teníamos en el progreso a fuerza de trabajo disciplinado y racional. Moscoso Puello en Cartas a Evelina y Cañas y Bueyes analiza con ironía y pesimismo esa conducta del alma dominicana. Como no soy del agrado de las personificaciones colectivas, porque no creo que exista un “alma” colectiva (tampoco la individual), me parece que lo estructural y sistémico rebasa el tiempo y modeliza comportamientos que aprendemos a fuerza de repetición y generalidad.  El poco respeto por lo público es sistémico y estructural en la sociedad dominicana.

Hemos avanzado, claro está. Pero nos falta. El avance vendrá cuando resolvamos dos cuestiones afines: la educación y el imperio de la ley. Estos son los retos del siglo XXI dominicano (algo que debió ser conquistado plenamente en el XX). Ninguna sociedad democrática ha llegado a altos niveles de bienestar para todos sus ciudadanos sin una buena educación y sin una cultura de respeto a la ley en todos sus miembros; recordemos que cuando esa cultura falla las consecuencias vendrán, sea quien sea. La ley es la ley y debe obligarnos a todos sin distinción. Hay atisbos de mejoría. Pero nos falta.

Con la realidad ignominiosa de la pandemia he notado el desenfreno histérico por “coger los mangos bajitos”. Pero nada, eso ya lo sabemos y lo esperábamos. Se ha etiquetado esta situación como “la vieja política”. No diré que así somos; sino que hemos decidido ser así y en el centro de nuestras decisiones está lo que hemos aprendido y lo que valoramos como bueno y válido. Cuando la educación no nos permita realizar estos juicios morales y éticos, que la ley proteja a la comunidad de estas acciones malvadas. Este es el ideal, pero la realidad ha sido lo que ya sabemos y que no voy a repetir. Lo importante es lo siguiente: la ley debe obligarme en mis acciones cuando no tengo el más mínimo juicio moral y ético.

De nada nos servirán los avances macro y microeconómicos cuando no podamos proteger lo público del interés corrompido de quien adolece de “coger los mangos bajitos” y podamos destinar más fondos a enfrentar los desafíos colectivos, como comunidad política del siglo XXI.

Vivimos en una sociedad desigual, clasista, en la que parece imperar el “sálvense quien pueda” propio del siglo XIX. Por eso cuando necesitamos el concurso de todos a una eventualidad que no discrimina como la pandemia, no todos podemos responder de igual modo. Con ello no me refiero al juicio banal de que “no hay educación”, por eso no respetan el toque de queda; sino que como estamos a lo “chivo sin ley” en todos los órdenes, nadie puede imponerme su autoridad para renunciar de un bien individual en nombre del bien público.