Los recursos que administra el gobierno nacional surgen y, por tanto, son propiedad de los ciudadanos. Esos recursos los adquiere el Estado al través de los impuestos, de la explotación de las riquezas naturales y de las ganancias de las empresas estatales o semiestatales. Todos contribuimos al erario común.

Los que componen el equipo político de gobierno son electos por un período de cuatro años. Éstos, a su vez, designan los técnicos en las diferentes áreas de gestión. Lo que indica que los ciudadanos ceden su poder a un grupo de dirigentes políticos y tecnócratas para administrar el país.

Pero esa concesión no implica que los ciudadanos se autoexcluyan de participar en las decisiones de la gestión de dichos recursos.

Por ello uno –que empuja desde abajo la democracia participativa – se sorprende de la forma en que la mayoría de los ciudadanos aceptan sumisos la negativa de las autoridades políticas y administrativas a la participación. Sobre todo aquella aportación ciudadana que pide y orienta en qué y cómo se deben gestionar sus recursos.

En una entrega anterior ya se dijo que hace un tiempo la gente ardía por participar. Pero pronto comenzó a disminuir, entre las autoridades municipales y algunos dirigentes comunitarios, la fiebre de la participación. Qué fue lo que les pasó a los ciudadanos para que ninguno ahora tenga ese ardiente deseo de participar.

Pienso que el problema consistió en que la participación del ciudadano en los asuntos públicos no surgió de manera orgánica a partir de las necesidades de las comunidades. Todo el entramado vino desde afuera. Por eso la participación llegó atada a proyectos puntuales de la cooperación internacional.

Los expertos y promotores pagados por las agencias de cooperación hablaban sin parar del empoderamiento. Algunos lo repetían en inglés, combinado con el español. En ese gracioso spanglish repetían: estamos desarrollando un proceso de “empower men”. Pero era sólo un señuelo. Porque luego decían: estamos negociando un nuevo financiamiento para profundizar ese empoderamiento.

Así fue calando la idea de que, sin proyectos de la cooperación, era imposible desarrollar iniciativas de participación propias. Vaya usted a saber.

Mientras tanto, los dirigentes políticos veían con ojeriza la novísima práctica de participación. Acostumbrados a la cultura autoritaria, los políticos – acomodados al clientelismo, a la manipulación y a la marrullería– veían con ojerizas al ciudadano común reclamando sus derechos.

Vista la negativa de los políticos y tecnócratas del gobierno central, ¿qué se puede esperar de los ayuntamientos y otras instituciones autónomas del gobierno?

En cualquier caso, la orientación de los líderes comunitarios –en la construcción del proceso de democracia participativa– quedó atrapada entre el deseo de empoderamiento y la lógica de proyectos. La preparación y el talento de los que hacemos trabajos comunitarios fue insuficiente para evaluar críticamente el fenómeno en que estábamos inmersos.

Las organizaciones comunitarias entraron a la participación con el enfoque coyuntural de proyectos. Se propusieron aprovechar unas oportunidades del entorno sin conocer a fondo sus debilidades. Se fijaron el deseo de hacerse fuertes sin pensar en las amenazas que las arropaban.

Al final de cuentas, los resultados del análisis se dieron al revés. En vez de usar sus fortalezas para vencer las amenazas y aprovechar las oportunidades para transformar las debilidades en fortalezas, se quedaron en el poso hondo del confort. Que vengan de allá afuera a ayudarnos.

Con todo, hay quienes aseguran que la inversión en participación y democracia en el país fue exagerada. Con tantos recursos deberíamos ser la nación más democrática del mundo. Pero eso no es comprender las complejidades de los procesos sociales.

Viendo el desbarajuste de la participación por las oportunidades perdidas, me llega a la memoria la Liga Municipal Dominicana. Porque su aparición no es una casualidad, sino una causalidad.

Desde que se desató la fiebre de la participación, la Liga dejó la pelota en la cancha de la Federación Dominicana de Municipios. Pero la FEDOMU juega en otro estadio: en el estadio de la cooperación. Es decir, está enfocada en los proyectos. Y eso no es en sí mismo malo, sino que dichos proyectos deben encaminarse a propiciar procesos estratégicos.

Entonces, la LMD debería asumir el liderazgo en la promoción de la participación orientada en fortalecer procesos. Asumir ese rol que le confiere la Ley puede hacerse sin quitarle a FEDOMU su tarea. La gestión de proyectos se debería asumir como un aporte colateral, sin que estos intervengan en los objetivos estratégicos, sino que los refuercen.

En consecuencia, si la LMD asume esta propuesta verá cómo se cumple su propósito de transformar la institución. Verá crecer el presupuesto de gestión institucional. Y al final, las autoridades de la Liga conseguirán ambas cosas, el apoyo de los dirigentes comunitarios y el de los funcionarios municipales.

En suma, la LMD estaría devolviendo al soberano su derecho a vigilar lo que le pertenece.