Yo recuerdo que cuando era joven, en la dura época que había que estudiar por obligación, y bajo amenazas de recibir algunas bofetadas y algunos golpes de reglas en las manos si no nos aprendíamos las lecciones, había unas inolvidables sentencias académicas que rezaban "el saber es infinito” y “el saber no pesa, ni ocupa lugar”. Eran épocas en las que teníamos que leer libros de los clásicos, el maravilloso Don Quijote, las poesías de Gustavo Adolfo Bécquer, las aventuras jocosas del Lazarillo de Tormes, La Vida es Sueño de Calderón de la Barca, y tantas otras obras de los clásicos, de los no tan clásicos y de los modernos, que fueron el inicio del amor por la buena lectura de tantas personas de mi generación.

Y en mi caso concreto, tenía un profesor que decía siempre “lean, lean, abran los libros ¡qué los libros no muerden!”. Durante mucho tiempo seguí el consejo y abrí todos los volúmenes que pude y, al inicio, en verdad creí que esos “animalitos” culturales eran inofensivos y nunca le hincaban el diente a nadie que abría sus páginas.Pero pasado el tiempo, me fui dando cuenta que muchos de los libros sí muerden, claro, a su manera, sin ladrar, ni provocar sangrías que deba uno acudir a primeros auxilios, ni tener que vacunarse.

Pero el mundo ha cambiado y nosotros con él. Uno se ha ido dando cuenta que los libros, algunos, muchos, tenían dientes bien afilados y que la sentencia de aquel sabio profesor se ha vuelto al revés. Los libros sí muerden, y a veces contagian hasta la rabia -mala o buena- que puedan tener sus autores. Muchos de ellos, los escritos por pensadores, filósofos, revolucionarios, y tantos otros, contienen argumentos que muerden y remuerden la conciencia y nos hacen despertar de algún estadio mental en el que estábamos sumidos, y hacen cambiar, para bien o para mal, la manera de pensar.

Por ejemplo, muchos éramos homófobos por tradición y enseñanza de nuestros antecesores, nos burlábamos de los homosexuales, y hoy somos de mente liberal y absolutamente tolerantes con el llamado tercer sexo.Otros fuimos educados en contextos sociales y políticos de tiranía, bajo ideologías y consignas totalitaristas, y hoy somos demócratas a carta cabal. Y en ese cambio de mentalidad han influido de manera directa o indirecta la lectura de muchos libros.

Por eso los dictadores, le temen infinitamente más a un autor contrario a sus deas, que a un asesino por cruel y peligroso que este sea. El asesino, puede acabar con la vida de uno, dos, tres, cuatro y hasta una o dos docenas de ciudadanos, pero al final se le mete en la cárcel o se le cuelga de una horca justiciera. Pero un solo libro puede despertar la conciencia de cientos de miles o de millones de ciudadanos, y ponerlos en contra del sistema y de las personas que los representan.De ahí que los dictadores siempre miran de reojo y con mucha suspicacia a los intelectuales, y por eso mismo también siempre echan mano de la censura.

Otra forma de morder de los libros ¡y de qué manera! es con los precios, los cuales tiran tremendas dentelladas a los bolsillos de los bibliófilos, pues cada volumen de los de cubierta e interior de papel, incluso de los chiquitos con poquitas páginas, sale ya un por ojo de la cara y sólo nos queda el otro para poder leerlo ya de manera limitada.

Por suerte, con los avances de la tecnología digital permiten acceder a ellos en las prodigiosas “tabletas” y en los Kindle Fire de Amazon, a precios realmente asequibles de uno, dos o tres dólares, e inclusive buenos libros de manera gratuita. Aunque, hay que reconocerlo, para los lectores “de antes” es una forma diferente a la que tendremos que acostumbrarnos, sin tocar sus páginas, ni sentir esa sensación especial de tenerlos, como amigos, en las manos. Evolucionar o morir. ¡Qué remedio nos queda!

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