Bastó que el jefe del Estado dijera que si en 15 días los altos funcionarios recién designados y también los que cesaron en sus funciones, no iban a la Cámara de Cuentas para depositar allí una cosa llamada, socarronamente, “Declaración jurada de bienes patrimoniales”, pues no cobrarían sus sueldos y además podrían ser suspendidos y sancionados, y “como caña pal ingenio”, cientos de funcionarios fueron a cumplir con un requerimiento legal que desde su aprobación no fue más que una ‘letra muerta’.
Nunca he prestado atención al gigantesco ruido e interés que normalmente hacen los medios de comunicación a la Declaración jurada del patrimonio de la gente que ocupa y ocupó cargos importantes en la Administración pública. Pero dado que nuestra sociedad ha mitificado hasta el delirio, el afán por saber cuántos millones de pesos declaró el funcionario, pues por más que uno intente ignorar esa estupidez, las redes sociales y los medios te redirigen la atención y ante esa situación ya el ciudadano de la calle no puede más que rendirse.
No sé por qué talvez el 90% de la gente muestra un exagerado entusiasmo por saber cuántas casas lujosas, villas, apartamentos, vehículos, colmados, reses, naves industriales, cantidades en cuentas bancarias y buenas hembras tiene un congresista, un presidente, un alcalde o un ministro del Estado cuando entra y sale del cargo.
Muchos psicoeconomistas dicen que a la gente común, y al hombre de clase media aún más, le importa tanto saber tal cosa, hasta el punto de sufrir una molestosa acidez estomacal cuando no puede enterarse del tamaño del patrimonio ajeno, no porque quiera saber si aquel funcionario duplicó o sextuplicó sus posesiones materiales recurriendo a actos ilícitos, sino porque sentiría una congelante puñalada desde el vértice del pulmón hasta el polo inferior del bazo cuando digan que el congresista, el presidente o el ministro, declaró poseer un patrimonio que al compararlo con el suyo descubre que aquel es cinco, diez o cien veces mayor, y si hay algo que arrebata, que encojona hasta el vértigo al sujeto de clase media, es enterarse que un amigo, un conocido o cualquier otro, que él lo cree socialmente inferior, lo supera con creces en posesiones materiales.
Poco o nada le importa al ciudadano común ni al hombre de clase media, enterarse que aquel funcionario declarara que mientras permaneció en el cargo su patrimonio cultural y espiritual se elevó en una cifra asombrosa expresada en términos de libros comprados, cursos, conferencias y maestrías realizados, número de viajes al exterior para asistir a congresos científicos y eventos literarios y el alto número de conferencias que impartió por todo el país sobre temas de interés para los asistentes y las comunidades. Pues para las redes sociales y los medios esas clases de “posesiones” patrimoniales son como el agua: insípida, incolora e inodora, por lo tanto ellas no desatan la ira, el repudio, la injuria y el crujir de dientes de los que se autoproclaman pobres ni de aquellos que aunque tienen ingresos holgados pero parecen sentirse avergonzados ante la gentuza que ellos entienden están en un nivel social inferior al suyo, sin embargo declaran que poseen patrimonios envidiables.
Dispuesto a convertirme en un perdonavidas de los que se enriquecen tomándose a hurtadillas la mejor leche de la ubre del Estado, pregunté a un amigo funcionario de Impuestos Internos qué porcentaje de los funcionarios públicos entrantes y salientes en cada gobierno, declaran como parte de su patrimonio, los bienes culturales adquiridos como los libros.
Su respuesta fue: “Pues mire, solo lo hacen muchos intelectuales y los pocos ciudadanos amantes de la ciencia y las artes”.
Luego, volví a preguntarle: ¿Y por qué muchos no declaran como bienes patrimoniales bibliotecas pequeñas y medianas, pues ahí se puede ocultar una porción importante de una fortuna no santa? Mi amigo se rió de oreja a oreja y luego respondió: “! Doctor Mendoza, no me haga bromas! Recuerde que usted mismo me ha dicho en varias ocasiones que la fortuna proveniente de actos ilícitos o de las actividades licitas, tiende a “psicologizarse”, es decir, a mostrarse con satisfacción porque nos elevan de estatus frente a los demás, en tanto que los bienes culturales e intelectuales como libros tiende a “socializarse”, es decir, sus poseedores comparten sus contenidos con los demás. Dígame, ¿a quién va usted a impresionar o qué grupo político lo va a atacar porque usted con dinero mal habido adquirió unos 2000 ó 3000 libros durante cinco a seis años que duró en el Congreso o como alcalde de una gran ciudad o como ejecutivo en un Ministerio del Estado?”
“¿Acaso no sabía usted que Madame Constanza* de Río de Janeiro es más conocida y goza de mayor admiración entre los grandes industriales y banqueros de América, que Katherine Johnson, aquella científica negra estadounidense que desarrolló las fórmulas matemáticas para lograr la hazaña de traer a Tierra la nave que llevó en 1969 el hombre a la Luna, puesto que las formulaciones de Geometría y Geofísica que debían emplearse eran mucho más complicadas para regresar la nave intacta a nuestro planeta que las empleadas para aterrizarla en el satélite lunar?”
Confieso que esta última pregunta de mi amigo cobrador de impuestos, me sorprendió pero no me escandalizó porque sé de la certeza del famoso dicho de uso común en la Edad Media que decía: “La Iglesia nunca toma más en serio a los discípulos de Cristo que a sus donantes.” Y también sé de la certeza de un comentario dicho por un hombre simple, el ‘echadía’ de mi pueblo, Luis Botija: “Los que se cogen el dinero ajeno y los que hacen triquiñuelas y maromas para sacarle la mayor ganancia hasta a la sopa que le vende a un tísico, siempre gozarán de la ventaja de que pronto los testigos dejan de hablar por temor a ser culpados de necios o de embusteros y, sobre todo, porque nadie se tira a un río hondo a salvar libros ni honra, pero sí a salvar las morocotas”.
Esa es la razón por la que digo que los actos corruptos casi todos tendemos a condenarlos públicamente olvidándonos que ellos funcionan como la infidelidad conyugal. Todos, con una pasión sudorosa, criticamos sin sonrojo al hombre que tuvo la fortuna de pasarse un largo aguacero sobre las aromatosas piernas de la mujer de un vecino, sin embargo, si el criticón tuviere la misma suerte u oportunidad que tuvo el susodicho suertudo, ¿acaso si la viera desnuda le diría: “No, olvida eso, no soy capaz de cogerme la mujer de mi prójimo?” ¡Ay chi, como no!
(*) Una maipiola de fama mundial.