El arte en general tiene secretos túneles, escalones que conducen a mundos extraños. Solo los artistas más agudos y perspicaces descubren la razón de ser de éste, fuera incluso del objeto resultante del acto creativo. Un escritor de verdad sabe que a la literatura y a ese objeto acabado que llamamos libro, le antecede la vida o dicho en otras palabras, los libros no son más que recipientes, contenedores de pura existencia. Es un error frecuente y por parte de muchos escritores, he de decir, el hecho de hacer culto a los libros, casi como si estos fueran capaces de producirse a si mismos. Hay muchos de ellos que no llegan a comprender la auténtica dimensión del camino a recorrer, que no se detienen a reflexionar acerca del proceso invertido, en definitiva a interiorizar que la poesía, el cuento o la novela constituyen un hecho ajeno e independiente al libro mismo. Es por tanto absolutamente necesario hacer una lectura desde la distancia, capturar desde afuera lo que luego se volcará dentro de sus páginas.
Un escritor debería montar a bordo del HMS Beagle –embarcación de la Marina Real británica– al igual que lo hiciera Charles Darwin para perderse por América del Sur, entre otros continentes y con ojo de fino observador descubrir todas las variables que le permitieron conocer primero y después establecer su teoría de selección natural de las especies, a través de sus comparaciones embriologicas y su distribución geográfica. De idéntico modo veo y concibo el arduo trabajo del escritor. Éste, en mi opinión, ha de ser una especie de naturalista, un minucioso y exquisito investigador del ser humano, siempre atento a encontrar su material en la naturaleza viva, sin confundir el punto desde donde parte y al que pretende llegar.
Un ejemplo sumamente interesante lo podemos encontrar en el apareamiento de los animales. A menudo este acto, en apariencia trivial por su propia condición, constituye toda una enseñanza a partir de la cual bien se podría construir una novela. Solo tenemos que perdernos por un desierto africano, como si fuéramos parte de una tribu bosquimana y lograríamos dar, con algo de suerte, con un espectáculo de seducción único que nos permitiría contemplar el cortejo del avestruz macho para conquistar a su pareja. La escena contiene elementos de poderosa belleza. Se arrodilla ante su pretendiente, abre sus alas blancas y negras, moviendolas en agitadas formas como abanicos de anchas aspas. Sus patas y su cuello se visten de color rosado intenso contrastando con el plumaje brillante de su cuerpo, mientras gira con sus patas en un ritual encantador y pleno de delicado erotismo. Después de ver esta hermosa danza no tenemos por qué recurrir a la ficción. La naturaleza y la vida nos regalan los elementos precisos para llenar el recipiente de un libro.