El sector eléctrico dominicano es un caso paradigmático de falta de continuidad de las políticas de Estado. Nuestro país adolece de este síndrome en numerosos sectores importantes para su desarrollo institucional y económico. En esta ocasión pongo énfasis en el llamado subsector eléctrico de la economía, porque, luego de veinte años de vinculación directa o indirecta, he tenido suficiente tiempo para ver surgir ciertos patrones que, en mi opinión, contribuyen al sempiterno estado de crisis en el que lo encuentran hoy las nuevas autoridades.
Dominar como país una tecnología que empezó a desarrollarse a finales del siglo XIX no es tan difícil. Nos sobran técnicos calificados que saben qué hacer desde el punto de vista técnico y económico. No es el componente técnico el problema, ni siquiera el económico. La tesis que propongo proviene del campo de la psicología. En mi opinión, el problema es el componente emocional y egocéntrico que históricamente ha venido de mano de los actores políticos.
En el sector eléctrico, el factor político, por llamarle de alguna forma, presenta dos vertientes motivacionales que se retroalimentan en su virulencia. La primera vertiente tiene por “leitmotiv” la administración del capital político. Este motivador psicológico es omnipresente en el accionar político, pero es particularmente ominoso en un sector cuya operación exige un elevado componente técnico, y cuyos resultados impactan de forma directa al universo de la población.
La segunda vertiente motivacional es de la misma naturaleza, pero expresada de forma más mesiánica, y como tal, más urgente y errática. Su hilo conductor es el deseo de atribuirse la solución del eterno desafío que ha representado el sector eléctrico para el país.
De la primera vertiente vemos surgir a través de los años los mismos fenómenos, como si se tratase de ondas que se repiten en un estanque. Al inicio de las nuevas gestiones en el sector se produce la ineludible reyerta entre los nombrados por decreto, que obliga casi siempre a un período de España Boba inicial, en lo que se define realmente quien es el que manda.
Vemos como una y otra vez el temor al costo político de enfrentar una parte importante de las pérdidas de las distribuidoras, supera el imperativo categórico de imponer una disciplina de consumo racional a la sociedad y sancionar el fraude, especialmente en los estamentos de alto consumo, que es donde tiene mayor incidencia.
El riesgo político que representa llamar a capítulo de manera institucional (respetuosa de derechos y exigente de obligaciones) a los grandes capitales que integran el sector generación, impide que se promueva desde el Estado un justo dimensionamiento de los incentivos económicos para los actores del sistema.
La inevitable concesión de puestos de trabajo de altísima exigencia técnica a personas que no necesariamente son técnicamente idóneas, en un sector donde la competencia profesional del empleado se traduce en ahorro social y mejora de un servicio fundamental, perpetúa el ciclo de empresas deficientes en su desempeño, que nunca adquieren el respeto y la confianza de sus clientes.
La tendencia histórica a nombrar un regulador desprovisto de herramientas reales de regulación económica, como lo es la potestad de establecer tarifas para los diferentes servicios que provee el sistema, modeladas a partir de criterios económicos objetivos, impide el gradual desmonte de los subsidios y la inserción de señales de eficiencia que tiendan a viabilizar el sector en términos económicos. A esta corta lista se puede añadir un largo etcétera de la misma naturaleza.
Estos fenómenos, vinculados a la necesidad de satisfacer, o simplemente preservar el capital político, no son nuevos. Las autoridades que acceden a los puestos de dirección del sector en este nuevo gobierno conocen de sobra los escalones rotos donde sus antecesores han gastado las energías que necesitaban para llegar a la meta. Conozco personalmente a más de uno de los nuevos incumbentes y me consta que en términos de integridad y competencia, sus nombramientos abonan felizmente los corazones que, como el mío, en medio de tanto dolor, han decidido optar por la esperanza. No obstante, con humildad quiero recordarles el guión tantas veces repetido de esta tragicomedia.
En adición, tenemos la segunda vertiente volitiva que captura las ejecutorias públicas del sector eléctrico: la mesiánica. Queridos amigos, desde esta temprana fecha me permito, urgido por el compromiso que siento con vuestro éxito, que sería el éxito de mi generación, recordarles que en un sector como el que ocupa esta reflexión, minado de intereses de altísimas implicaciones económicas, políticas y sociales, las “formas de hacer” son esenciales. Se podría decir que son el verdadero reto, porque lo “que hay que hacer” se sabe de sobra. El desafío está en “cómo hacerlo”.
Debo aclarar algo. Cuando me refiero a “las formas” no me refiero a la expresión “cuidar las formas” que suele ser una exhortación a la pulcritud en el ocultamiento y la hipocresía. Muy por el contrario. Cuando les exhorto a cuidar las formas de hacer, me refiero al apego exegético a los mandatos normativos que regulan el quehacer institucional en el sector. Les puedo asegurar por experiencia que, en el sector eléctrico dominicano, como en el Estado en sentido general, los atajos, no importa qué tan bien intencionados, nunca conducen a la meta.
Para ilustrar mi punto propongo este ejercicio mental: imaginemos la licitación para el otorgamiento de un contrato para la construcción de una planta eléctrica, fundamental para la estabilidad del Sistema Eléctrico Nacional Interconectado (SENI). Imaginemos que, urgidos por la inaplazable necesidad de dicha unidad de generación, concebimos una estructura de propiedad y control para la nueva infraestructura que no se alinea con el modelo económico que subyace en la estructura del SENI. Lo hacemos así porque es más fácil y, por tanto, más rápido.
A lo anterior le agregamos que en la licitación relajamos los principios de concurrencia y competencia establecidos en la normativa de contrataciones públicas y recurrimos a licitantes virtuales para comparar la oferta recibida. La intención es que la licitación no fracase, porque no hay tiempo para repetirla.
Como resultado de todo esto, terminaremos con un ganador, al que le adjudicamos un contrato cuyos pesos y contrapesos no son exactamente los deseables. Al final, como no podíamos perder tiempo, resulta que la demanda estaba literalmente “cayéndole atrás” a la oferta. Todo lo contrario a lo que favorece el interés colectivo. Pero logramos asignar la obra.
Siguiendo con el ejercicio mental, si somos afortunados, tendremos una planta eléctrica que puede o no funcionar bien. Seguramente será mucho más cara que el costo por el que fue contratada, porque sin duda, habrá adendas y ordenes de cambio. La operará el Estado, a pesar de que hace veinte años decidimos por ley que el Estado no debe operar generadoras, dado a sus históricas deficiencias en innovación y competitividad. El nuevo activo será costoso e ineficiente, y estará sujeto a apetitos empresariales, escrutinios legales y controversias de todo tipo, no importa que tan urgente y buena haya sido la intención que motivó su contratación.
La gran autora británica Mary Shelley, en su novela Frankenstein, hace poco más de doscientos años nos anticipó el resultado del espíritu mesiánico que prioriza por encima de toda ley natural, el designio de crear vida donde no la hay. Un monstruo que sufre y que, en su sufrimiento, asume como único propósito destruir a su creador.
Este ejemplo representa muy bien mi punto sobre el impulso mesiánico de priorizar el fin sobre los medios. A nadie que tenga un mínimo nivel de conocimiento sobre el sector eléctrico dominicano, le cabe duda alguna de que la adición de nueva generación a bajo costo y en manos de nuevos actores, es una prioridad absoluta para la estabilidad del SENI. El problema es que al hacerlo de cualquier forma y a todo costo, no resolvemos el problema, simplemente lo complicamos.
Hago este llamado de atención a los amigos que hoy merecidamente dirigen las principales instancias del sector, a fin de que no cedan ante las apabullantes tentaciones de la teleología. Les exhorto a no creer en los numerosos vendedores de sueños que de ahora en adelante poblarán los pasillos de sus despachos prometiendo soluciones milagrosas y sin costo, como si de deseos concedidos por genios maravillosos salidos de un cuento arabesco se tratara.
No hay atajos buenos, si para tomarlos debemos dejar de lado el camino de la legalidad, aunque el fin que procuremos sea el más noble de todos. Mal que bien, a pesar de sus baches y retazos, aplicado con inteligencia y creatividad, el marco normativo del sector les proveerá las soluciones institucionales que, sostenidas en el tiempo, harán posible y estable la consolidación de las políticas sectoriales que todos sabemos que son necesarias, desde los remotos días finales del año 2000.
Me permito culminar esta reflexión con un fragmento del maravilloso poema de Konstantin Kavafis, concebido como un gran consejo para una vida feliz y trascendente en el marco del mito homérico de la Odisea, pero también apropiado para orientar el espíritu al inicio de cualquier gran emprendimiento. Me refiero al Ítaca de Kavafis:
“Si vas a iniciar el viaje a Ítaca, pide que tu camino sea largo.
Rico en experiencias, en conocimiento.
A lestrigones y a cíclopes ni al airado Poseidón nunca temas,
No hallarás tales seres en tu ruta si alto es tu pensamiento
Y noble la emoción de tu espíritu y tu mente.
A lestrigones y cíclopes ni al airado Poseidón
Encontrarás en tu camino, si no los llevas dentro de tu alma
Si no eres tú quien ante ti los pone”.