Se nos ha vendido, de lado y lado de la  isla, un relato histórico que invita al prejuicio y a la incomprensión. Nuestra situación insular, los intereses y el oportunismo político contribuyeron a la construcción de un discurso sobre el cual se pretendió y consiguió sentar las bases de nuestra identidad. Una definición por oposición que nos deja con el lamentable vacío interior del desconocimiento de nuestra historia y de nuestros vínculos socioculturales; que nos invita a ver las diferencias mientras oculta el enriquecimiento mutuo que ha constituido nuestros pueblos.

Más lamentable se vuelve la situación cuando se ve cómo las élites atizan el fuego en función de sus intereses, mientras nuestros pueblos pierden creyendo defender el bien común.

Hoy se levanta nuevamente aquel discurso nacionalista que defiende los intereses fundamentales de la nación hasta que se beneficia de un contrato multimillonario que estafa al Estado; entonces nos damos cuenta que sus intereses fundamentales están por encima del amor a la patria. Aún así repiten sus ardientes frases y su llamativa retórica, para sembrar la confusión en la cual caemos, con frecuencia de buena fe.

Dicen que organismos internacionales vulneran nuestra soberanía, que la Corte Interamericana de los Derechos Humanos (CIDH) nos quiere imponer los criterios de acceso a la nacionalidad dominicana, y ello para defender una agenda norteamericana que busca deshacerse de la inmigración de nuestros vecinos.

Vale recordar que la ratificación de tratados y convenciones, así como aceptar someterse a formas de control de su cumplimiento, son un ejercicio de soberanía. En efecto, no fueron ONGs, los organismos internacionales, ni los congresistas haitianos quienes votaron la ratificación la Convención Americana de los Derechos Humanos, ni quienes la integraron a nuestro bloque de constitucionalidad.

Los tratados internacionales equivalen a contratos y compromisos contraídos entre Estados, y como tal pueden ser comparados con un contrato entre individuos que, haciendo uso de su libertad, comprometen su responsabilidad en el cumplimiento de lo acordado. El no cumplimiento de los compromisos contraídos trae en general consecuencias.

La posibilidad de salida del sistema interamericano de derechos humanos prueba que mantenemos nuestra soberanía. La cuestión que se mantiene abierta es la de la idoneidad de esa salida por un país caracterizado por la debilidad institucional y la violación cotidiana de derechos fundamentales.

Completar esto diciendo que la CIDH no ha dicho que el Estado dominicano no tiene soberanía para determinar las vías de acceso a su nacionalidad. Lo que sí ha dicho, y que es muy distinto, es que una vez establecidas las vías de acceso, como todo Estado de Derecho, debe someterse a su propia legalidad. Es decir, que no se puede jugar al “dónde dije digo, digo Diego”.

En 1929 se incluye como excepción al jus soli (derecho de suelo) a los hijos de extranjeros en tránsito. Para no dejar lugar a dudas, la legislación de migración de 1939 aclara que las personas consideradas en tránsito son aquellas que se encuentran de paso en el territorio dominicano por un período de hasta 10 días. El Tribunal Constitucional ha decidido ratificar la jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia, pretendiendo defender una diferenciación inexistente entre el estatus de “tránsito” y el de “transeúnte”. Mediante ese artificio ha querido negar el acceso a la nacionalidad a dominicanos cuyos derechos protege la Constitución.

La respuesta de la Corte Interamericana de Derechos Humanos es que, si bien es cierto que el Estado dominicano tiene un margen de apreciación sobre qué es estar en “tránsito”, esta apreciación debe obedecer una racionalidad temporal (caso Yean y Bosico). Es decir, que por mucho que lo quieran algunos, no es lo mismo estar en tránsito que ser residente ilegal.

Esto lo reconoce el constituyente cuando en la Constitución de 2010, en materia de acceso a la nacionalidad, manteniendo la excepción del extranjero en tránsito, agrega la excepción de hijos de extranjeros indocumentados.

Aún así mantienen sus vivos discursos como si nadie se hubiera enterado de su ridícula contradicción: CIDH, si me conviene; derechos fundamentales siempre y cuando confirmen mis posiciones.

Con sus cifras al ojo por ciento, y descalificando mediante el ad hominem cualquier estudio que les contradiga, denuncian el “peligro haitiano”. Hablan de ONGs e intereses internacionales que buscan deshacerse del “problema haitiano” y que lo asumamos nosotros. Señalan con el dedo a Estados Unidos. Alimentan temores sobre la base de argumentos etéreos mientras los números los desmienten.

Por ejemplo, el número de dominicanos y descendientes de dominicanos en suelo estadounidense es dos veces mayor al número de haitianos y sus descendientes. Será que el orgullo nacionalista no nos dejará hacernos la dolorosa pregunta: ¿Y si nosotros, dominicanos, más que los haitianos, representamos un problema migratorio para esos países que muchos apuntan con el dedo? ¿Y si a nuestros familiares en el extranjero le pagaran con la misma moneda?

Más allá de la provocación, hay que reconocer que los fenómenos migratorios no sabrían reducirse a esto. Las realidades haitiana y dominicana están ligadas por vínculos dialécticos y complejos. Ahora bien, llama la atención que el discurso nacionalista acuda siempre al miedo y apele a agendas difusas sin otro sostén argumentativo que el de los “intereses oscuros” que parecen carecer de asidero en la realidad.

Entendamos que los afectados por la controversial sentencia no son inmigrantes. Son personas que nacieron y crecieron en territorio dominicano (en ocasiones dos y tres generaciones de ellas), y a quienes la Constitución les garantiza el derecho a la nacionalidad.

Valdría la pena recordar a quienes insisten en relacionar el tema migratorio con intereses foráneos, que cada vez que se ha pretendido aplicar la ley y el reglamento de migración, quienes han protestado no han sido los organismos internacionales, sino los empresarios de sectores intensivos en mano obra. A quien le falle la memoria, que recurra a los periódicos.

Habremos avanzado cuando entendamos que el amor a la patria es legítimo, pero que cuando le pasa por encima a los derechos fundamentales y a la dignidad de las personas se convierte en aberración. Seremos un país distinto cuando sepamos que amar a la patria no es celebrar que el Estado  no se someta a su propia legalidad.

Más aún, seremos un mejor país cuando superemos el discurso crispado y el relato maniqueo que son fuente de una visión distorsionada de la dominicanidad, dando vigencia a liderazgos decimonónicos. Entenderemos entonces que pocos de nuestros problemas se deben a los inmigrantes y sus descendientes, y muchos a los que han pretendido robarnos nuestra historia para hacerse dueños de nuestro presente.