El llamado de algunos jerarcas evangélicos contra candidatos a puestos electivos en el país, no debe tomarse a la ligera ni como una anécdota. Experiencias recientes en América Latina demuestran su enorme peligrosidad, sobre todo por las implicaciones políticas que pueden tener esos pronunciamientos. El evangelismo no es solo una religiosidad en sí, antes bien es un sentido común, esto es, una mentalidad. Basada en un imaginario de valores conservadores, y en lo que el filósofo coreano-alemán Byung Chul-han teoriza como la lógica del "individuo gerente de su propia vida".
El evangelismo tiene que ver, por tanto, con una visión de mundo profundamente conservadora que encuentra en pasajes del Viejo Testamento -elaborados, diríamos en términos hegelianos, por el espíritu hebreo antiguo- su sustento teológico y “evidencia” histórica. Son los creyentes del Dios del castigo y condenas que no del Dios del amor y perdón del Jesús del Nuevo Testamento. Son, en general, conservadores como lo eran las élites saduceas-betosianas y fariseas a las cuales enfrentó Jesús de la mano de los humildes y proscritos de su tiempo. Asimismo, en los evangelistas se observa una perspectiva apocalíptica y la preponderancia de la figura del diablo en sus discursos. Puesto que vivimos, sostienen, en un mundo condenado por el pecado y la inobservancia de los mandatos divinos por parte de la humanidad. Debido a ello es que el evangelismo tiende tanto al fanatismo intolerante y totalmente ajeno a la razón; toda vez que es negacionista por definición: generalmente niega todo aquello que no se ajuste a la estrechez de sus miras.
En ese contexto, solo hay una verdad y ellos la tienen. La incidencia mediática de estos sectores anti derechos y anti todo lo que no vaya acorde a sus creencias, ha logrado que, en sociedades empobrecidas, desiguales y poco educadas, penetren sus narrativas y se constituyan en un sentido común que asumen millones. República Dominicana es un tipo de sociedad así, además de que a día de hoy somos un país más conservador que décadas atrás cuando éramos una sociedad ideológica y mucho más politizada. El vacío que dejaron las ideologías ha sido ocupado por los valores. Y los evangelistas son expertos en hegemonizar desde narrativas de valores, de ahí su potencia hoy.
La otra vertiente del evangelismo es que es una religiosidad característica del capitalismo tardío neoliberal, donde se advierte una gran primacía del individuo frente al paradigma del colectivo que primó en los siglos XIX y XX (el capitalismo industrial-productivo de aquellos siglos produjo relatos colectivos de masas; el capitalismo financiero actual produce imaginarios de lo individual). Así, el evangelismo propone un vínculo directo entre Dios e individuo. Diferente al catolicismo esencialmente comunitario -iglesia etimológicamente viene del latín ecclesia que significa “reunión” o “asamblea del pueblo”- donde los fieles comparten penas y aspiraciones a lo interno de la comunidad de creyentes. En el evangelismo, en cambio, la salvación está en cada uno según su devoción y fe. Y, cada pastor, puede montar su propia iglesia (no la iglesia católica del colectivo sujeta al Vaticano, sino una iglesia en la que se va a reafirmar la individualidad por medio de la fe y el pago del obligatorio diezmo) y hacerla prosperar según su talento sin tener que sujetarse a ninguna instancia superior. Es decir, puede ser su propio empresario. Esa idea individual la trabaja muy bien el evangelismo.
Así las cosas, en Brasil y Guatemala, por ejemplo, el evangelismo fue penetrando con sus narrativas hasta que hegemonizó constituyéndose en mentalidad, y de ese modo, terminó cooptando la política. Pasaron de los templos a los gobiernos sus jerarcas. Y así, tenemos dos países latinoamericanos bajo los designios más ultraconservadores. Donde se coartan derechos fundamentales, se niega la emergencia climática (el cambio climático es una “conspiración del marxismo cultural” dicen ciertos jerarcas evangelistas) y, en lugar de enfocarse en la pobreza y problemas materiales que sufren las grandes mayorías, sus líderes están pendientes a cuestiones de valores sobre “homosexualismo”, aborto y cómo vive la gente en su privacidad. Por ello, para un jerarca evangelista como Ezequiel Molina hijo es más importante que la diputada Faride Raful no defienda los mismos valores que él, a que el partido gobernante siga saqueando el país. Para ellos primero sus valores y después cuestiones “menores” como la corrupción. Y también, claro, primero sus negocios e intereses terrenales.
Dicho lo anterior, sostenemos, basados en la evidencia latinoamericana, que esos discursos se deben enfrentar con valentía y la verdad para que no se imponga su sentido común. De lo contrario, como en Brasil y Guatemala, se impone esa mentalidad ultraconservadora, negacionista e intolerante que, al final, nos termina relegando al lugar de paisitos empobrecidos e ignorantes irrelevantes de cara a los grandes debates mundiales sobre innovaciones científicas, libertades ciudadanas, sostenibilidad ambiental, etc. Y, en ese marco, se debe diferenciar con claridad política entre jerarcas evangelistas y pueblo llano que los sigue. Con estos últimos debemos construir canales de diálogo. De manera inteligente y sin prejuicios. Porque, en el fondo, es gente del común que tiene las mismas necesidades que nosotros. Solo que, en sociedades excluyentes y de muy pobre educación formal, canaliza sus miedos y preocupaciones mediante un imaginario ultraconservador que bien podría ser otro menos estrecho.
El pueblo evangélico es más que sus jerarcas (por cierto, esos pastores famosos llevan unos niveles de vida muy superiores a los de sus seguidores del común). Y resolviendo cuestiones estructurales en nuestras sociedades relativas a educación, inclusión y redistribución frenaremos, como se ha hecho en el resto del mundo avanzado, ese sentido común que antepone sus valores a problemáticas fundamentales como corrupción y desigualdad. Y que constriñe nuestros países sacándonos del redil de la razón, la verdad y la inclusión de todas y todos. Necesitamos sociedades donde quepamos todos, no solo un tipo de mentalidad, por más supuestamente religiosa que ésta sea.