En pasadas elecciones los llamados Pactos de Civilidad sellaban el cierre de las campañas. Era un compromiso para evitar toda forma de violencia electoral y garantizar los resultados de las votaciones. Constituían una muestra de la debilidad institucional y la falta de madurez y civismo del liderazgo nacional. Nos enseñaban que el respeto a una práctica de esencia secular, como es el juego democrático, sólo fuera posible con la garantía de las distintas iglesias, lo cual mostraban además que a despecho de su largo ejercicio, la clase política necesitaba de un lazarillo, dada su incapacidad para andar por su propia cuenta y medios.

La noticia no fue nunca extraña a lo que se entendía una tradición en la política local. Con cada campaña se hacía indispensable garantizar cierto nivel de respeto a las normas obligando a los líderes a firmar un documento que pocos luego respetaban tornándose irrelevante. Lo más sorprendente de la experiencia era que se le  recordara cada cuatro años al país que los resultados de la decisión libérrima del pueblo ejercida en las urnas tenía que ser respetada en virtud de un compromiso escrito sin mucho valor, tratándose de una obligación fuera de toda duda, sin sujeción a cuestionamiento alguno.

Se hizo así una costumbre celebrar como un acto de desprendimiento y civismo el juramento de respetar mediante un documento lo que el buen sentido y el respeto a las leyes, la Constitución y la decencia política obligaban. Después sólo quedaba en el ánimo nacional la sensación de debilidad institucional que el celo y las sospechas que esos pactos reflejaban en el liderazgo político. Y tras el cierre de las urnas la incertidumbre solía apoderarse de la nación a la espera de que la sensatez primara en los perdedores. Después de tanta experiencia acumulada tal vez no sea esta vez necesario un nuevo Pacto de civilidad para febrero y mayo del 2020.