Preguntas que buscan respuestas en los tiempos que corren: ¿Están los hombres preparados para los cambios de roles y ritmos de vida actuales de la mujer? ¿Están mínimamente listos para aceptar de buen grado la mayor independencia conquistada por ellas? ¿Cuántos hombres poseen seguridad en sí mismos como para celebrar las muestras de libertad en las mujeres? ¿Es la violencia de género, con sus escandalosos índices, en parte una especie de castigo al avance de la mujer? ¿Qué entienden los hombres por equidad de género? ¿Cuáles temores suscitan los desafíos actuales a las relaciones de pareja?
Bastaría que los hombres quieran para todas las mujeres la misma suerte y destino que ansían para sus hijas. Pero, por lo general, ellos exhiben temores ante todo lo que huela a feminismo. En particular, resalta el miedo a que la mujer deje de ser femenina, a que a ellos se les exijan comportamientos que disminuyan su hombría y, de manera muy sentida, que el amor entre un hombre y una mujer sufra una suerte de desnaturalización, complicación, decaimiento de su contenido romántico. Lo encontramos en las apasionadas polémicas registradas en la prensa dominicana en el año 1931, cuando se fundó la primera organización feminista del país. Abigail Mejía, una escritora respetada por todos, hasta que declaró sus indeclinables propósitos feministas, concluyó en que lo único que los hombres no le perdonan a una mujer es el talento. Con matices, actitudes y prejuicios parecidos siguen perdurando al día de hoy. Temores absurdos, como percibir que si un hombre friega los trastos de manera regular y cocina para su familia disminuye en respeto y masculinidad. En las valoraciones estriba la clave de la voluntad o ausencia de voluntad para impulsar cambios en políticas públicas. A mediados de los setenta, en el transcurso de la Década de la Mujer, cuando amenazaba una crisis de envergadura en torno a los combustibles, alguien escribió en El Correo de la UNESCO que cuando al tema del trabajo doméstico se le concediera la misma importancia que a la crisis energética mundial, entonces podríamos creernos que los derechos de la mujer se estaban tomando de verdad en serio. Las valoraciones catalizan o torpedean los procesos.
Sin embargo, también suceden eventos y se inician procesos impensables en otros tiempos. Un botón, como muestra: el diplomado “Desmonte de la Masculinidad Agresora”, impartido por INTEC hace unos años. Natanael Disla, un egresado del mismo, exhortó a sus congéneres a conversar con franqueza sobre cómo superar los comportamientos machistas y concretar expresiones de afecto y compañerismo. El establecimiento de centros de atención para hombres agresores, por parte de las fiscalías de Santo Domingo y de Santiago, donde estos son obligados a participar en actividades educativas durante un determinado número de horas, es otra iniciativa interesante.
Los recelos que suscitan los movimientos de mujeres, y las feministas en particular, se han traducido en frecuente caricaturización de sus proposiciones en la pantalla de cine y otros medios. Entre los intelectuales no falta quien menosprecie las conquistas de las mujeres, pese a que, muchas décadas atrás, Octavio Paz, en su libro Tiempo nublado, vaticinó que, entre todos los movimientos contestatarios surgidos en los sesenta, solo el feminismo había surgido para quedarse.
Lo descrito no es privativo de hombres. También hay mujeres de reconocida inteligencia que se encargan de que no se las confunda con feministas. Colette, la novelista francesa (1873- 1954), transgresora, dueña de su vida, de infatigable pluma que legó una vasta obra de sensualidad y singular observación de lo cotidiano, admirada por Simone de Beauvoir y considerada feminista en sus acciones, dijo, aludiendo a los cambios experimentados por las mujeres durante la Primera Guerra Mundial, sobre todo a la incorporación masiva a trabajos fuera del hogar: “En la Primera Guerra Mundial, una efímera brutalidad impregnó a la mujer de esencias que parecían invocar una brutal farmacopea, horribles perfumes que hubiera querido llamar: ’golpe de porra’, ’para matar buey’, o ’para brazos cortos’. Más de una vez les cedí el sitio en un restaurante donde me cortaban el apetito, o en el teatro donde me distraían de la obra”. (“Fragancias”, en Misceláneas).