Cincuenta y siete años después de su muerte, se sigue afirmando que las relaciones internacionales experimentaron su máximo esplendor durante la Era de Trujillo, sólo porque hombres educados, con grandes conocimientos de las formas protocolares a la usanza de entonces y dotados de un gran dominio de la oratoria, les sirvieron al tirano en el exterior, sin tomar en cuenta los objetivos de esa política.
Esos señores estaban mejor preparados para la faena que los que llegaron después, pero no eran mejores, ni estuvieron nunca guiados por razones éticas y morales. Por el contrario, contribuyeron con su talento a perpetuar la tiranía y a justificar en el plano doméstico y en el escenario internacional, algunas de las peores atrocidades cometidas por ese régimen. No entiendo por tanto dónde radican los méritos de esa diplomacia y mucho menos la afirmación de que esa política exterior fuera certera y que en su ejecución se usaran a “los mejores hombres”.
La capacidad en sí misma no supone virtudes. En mi personal valoración de los hechos, sobre esos personajes de la historia dominicana que asumieron con entusiasmo la tarea de asignarle una justificación teórica, ética, moral y política, a un régimen tan despiadado como el de Trujillo, recae la mayor responsabilidad histórica. Me parece repugnante, además, pretender reivindicar los actos más deshonrosos en materia de cabildeo político, es decir, los sobornos a congresistas y diplomáticos norteamericanos, como evidencias de las cualidades de un servicio exterior cuyo único norte era la absoluta sumisión a un régimen que fue entonces una vergüenza y hoy es un estigma para el pueblo dominicano.
Nadie puede negar el talento de esos hombres, sus enormes capacidades intelectuales y, si se quiere, la fascinante elocuencia de sus discursos. Pero no representaron ninguna etapa brillante de nuestro servicio exterior.