Tocó los sacos que le servían de trincheras a ambos lados del cuerpo y se dio cuenta que se metió entre un saco de arroz y otro de azúcar…por el olor, de azúcar prieta. Se calmó, quedó quietecito. Sonrió cuando le apareció el recuerdo de su papá y su mamá en un caserío de tablas y block de cemento recién pegados, en medio de un monte de yerbas altas, veía clarito otra vez a su papá que, mientras abrazaba a su mamá por la cintura, le decía alegre, “oye, esto está bien lejos, yo creo que ya de aquí no nos sacan, aquí vamos a estar tranquilos para poder criar bien a este muchacho y tirar pa’ lante”. Afuera oyó un murmullo, escuchó claro cuando alguien dijo en voz baja:
-Ya está a punto de amanecer y están adentro, no se sabe cuántos son.
-Señor, yo sé que le di a uno.
-¡Quítese de ahí, no se pegue de esa puerta!, ellos están armados, le dieron un plomazo a Ramírez que yo creo que se jodió, ¡jodieron a Ramírez, lo jodieron!, retírese de ahí.
Casi en medio del mostrador pudo ver una balanza colgada de un palo como un ahorcado; vio una lata grande de aceite de soya con una bomba para vender al detalle; logró distinguir los ramilletes de funditas de platanitos, papitas, palitos de queso, chitos, palomitas y bolitas. Casi sobre él, algunos reflejos delataron las botellas de ron. Al fondo escuchaba el motor de una nevera.
Miró el tramo interior del mostrador y estaba lleno de cosas del colmadero, lápices, facturas, una cantina para comida, una mascota, varias cajitas de tiza, el mango multicolor de un largo puñal de ala de avión en su vaina de cuero y en una esquina, un velón ennegrecido, apagado, frente al cuadrito de un santo a caballo que se inclina con la mano extendida hacia un hombre casi desnudo que yace en el suelo.
Su mamá tenía el mismo cuadrito del santo a caballo, lo puso en una mesita de la casa, recuerda que además del velón encendido, lo adornó con una flor de Jericó, cuando le preguntó quién era ese, ella le dijo, “él nos ayuda, Dios Padre lo manda a levantar los caídos y a dar la mano a los enfermos”. La última vez que vio el cuadrito, la oruga del tractor que tumbó su casa en el desalojo del kilómetro 25, que entristeció a su papá hasta la muerte, lo aplastó con todo, con la flor, con los muebles y la nevera, mientras su mamá daba gritos con los brazos levantados hasta enloquecer y él se agarraba de su falda.
Respiró profundo para aplacar los latidos del corazón y detener el torrente de las venas. Las primeras luces de la madrugada comenzaron a darle forma al interior del colmado. Fundas de vasos plásticos, columnas de cajas de cerveza, paquetes de servilletas, diferentes funditas de detergente en polvo. El murmullo, más intenso, como voces de ultratumba, y el zumbido de la nevera ahora lo llenaban todo.
Vio un afiche de campaña con la foto del Presidente de la República, sonriente, y al lado, en el mismo afiche, otra de una candidata al senado, vio carteles de sopitas, de leche en polvo, de cervezas y del otro lado del mostrador, frente a frente a él, los colores llamativos de una máquina tragamonedas.
Se pasó una mano por la cara y escuchó claro, desde la parte trasera del colmado, a uno de los policías decir:
-Señor, aquí hay uno muerto, con un balazo en la cabeza.
Le apareció la imagen de su amigo, ¡lo mataron!, ¿y ahora?, ¡mataron a Rafa, lo mataron!, dijo para sí, ¡ay Dios!…palideció. El muchacho sintió que el calor del brazo derretía los granos de azúcar, se pasó la mano para quitarlos.
-Aquí no hay armas de fuego, ¡oyó!, este lo que tiene es un punzón, no tiene arma de fuego.
Un golpe seco abre la puerta de par en par, del susto, apoyándose en los sacos, se levanta rápido y siente que se le rompe el pecho, no se puede sostener, cae, escucha al policía vestido de negro con chaleco antibalas.
– Este tampoco está armado
-¿Y quién diablos hirió a Ramírez entonces?
-No señor, no hay ningún policía herido.
-¿Y ahora?
-Bueno, los senadores dijeron que a estas lacras les tenemos que dar pa’ bajo.