La sociedad dominicana tiene un gran problema por resolver: paridera de hijos como empresa económica.

Cada vez son más los maridos -y hasta esposas- que desean producir machos para llevarlos al play desde el primer grito con la esperanza de verlos ganarse millones de dólares en Grandes Ligas y así “dejar de trabajar toda la vida”. Hembras, no, porque “no voy a criar para otro”.

Crece el segmento de mujeres que desea cualquiera de los sexos, pero con el objetivo de amarrar a la pareja con cuotas de dinero (becas, le llaman) hasta que cumplan la mayoría de edad. Ya son comunes las que buscan parir de diferentes hombres para tener ingresos de varias fuentes.

Aumentan las familias y las damas despechadas que animan a los suyos “a buscársela” porque “el amor está en el bolsillo, las oportunidades son calvas y los tiempos malos llegan solos”.

Disminuyen aquellas que se proponen acompañar a sus hijos por los caminos correctos, hasta ser personas de bien. Vivir con ellos y para ellos sin culparlos de haber nacido, ni pasarlos por la tortura de soportar reclamos ajenos, ni considerarlos como una carga.      

He ahí el patrón que estos pilares modelan a la prole: el dinero como la matriz que rige las relaciones personales y sociales en desmedro del amor, la solidaridad, la honestidad, la gratitud, la fidelidad, la lealtad, la honradez, la sinceridad. Perverso. Prostitución extrema.

Casi seguro que, ya grandes y autónomos, lo seguirán al dedillo, también lo inocularán a sus hijos y lo socializarán en sus círculos de allegados.

Y ello no augura una sociedad rescatada de la crisis actual y con bienestar biopsicosocial. Prevé más caos.

Muchos llamados a orientar, en reprochable acto de conformidad, justifican esas conductas al aducir que se trata de una práctica inherente a la generación actual. Otros se agotan en el lamento.

Unos y otros, sin embargo, resultan cómplices porque, con su inercia, normalizan la traición y el fingimiento, y animan el uso económico de la otra persona, “el chapeo”, para alcanzar el “éxito”.

La sociedad de hoy no anda bien. Muchas familias, sin importar la clase social, son máquinas deshumanizadoras, reforzadas por un sistema salvaje al que solo le importa el orden necesario para mantenerse dinámico y seguir explotando a los otros.

Los discursos mediáticos (publicidad basada en explotación sexual, los estereotipos de belleza y el lujo como patrón de éxito; narconovelas, canciones basura, programas televisuales enajenantes, opiniones preñadas de prenociones) son el mejor ejemplo de promoción de la cosificación del ser humano por parte de ese sistema perverso. Vales en la medida que tengas dinero, sin importar dónde lo obtengas (prostitución, narcotráfico, corrupción).

Al dejarse formatear conforme los parámetros del sistema, el núcleo familiar se convierte en una incubadora de políticos mañosos, empresarios evasores, amigos traicioneros, mujeres y hombres desleales que buscan engañarse mutuamente, delincuentes callejeros y de cuello blanco, pistoleros, narcotraficantes, drogadictos, parásitos sociales.       

Si se quiere cambiar ese tétrico panorama, hay que comenzar por una reconstrucción a partir de la práctica de los valores, y la sepultura de las simulaciones de perfección humana en presencia de personas y en la virtualidad de las redes sociales que solo buscan emojis y likes.