Este segundo comentario al texto de Ferrán, Los herederos, se hace de forma general y no siguiendo una descripción lineal del libro y su contenido. Enumero, a manera de síntesis, mis puntos críticos y los comento brevemente.
Primero, hay en Ferrán una primacía de lo permanente sobre las mutaciones en el tiempo. La identidad cultural, sea individual o colectiva, se maneja en una dialéctica entre dos polos: el de la permanencia, que Paul Ricoeur llama el de la mismidad o del carácter y el polo de las transformaciones o ipseidad. A juicio del autor francés, ninguno de los dos tiene la primacía, sino que deben relacionarse de forma emparejada, requiriéndose uno al otro. En este sentido, la identidad cultural es el resultado dialéctico entre la mismidad del carácter y la reflexividad, a través del lenguaje, de nuestra permanencia en el tiempo. La pregunta central del libro de Ferrán muestra conciencia de ambos polos cuando dice “De ahí mi primera pregunta sobre la sociedad dominicana: ¿qué cambia y qué permanece en ella de manera que se mantenga idéntica a sí misma? (p. 41). Pero el desarrollo de su discurso se hace a base de la preeminencia del carácter sobre la ipseidad, de ahí la metáfora del ADN.
Segundo, la metáfora biologicista del ADN o el carácter del “ser” dominicano le conviene a Ferrán por su vinculación con el orden social del que el autor deriva los rasgos permanentes de “lo” dominicano. En este sentido, si los modos de organización de la producción impactan la manera de proceder, las transformaciones que ocurren en los primeros conllevan, concomitantemente, modificaciones ulteriores en el carácter criollo. Esto muestra cómo es imposible inclinar el péndulo hacia lo permanente, el carácter, sin que por su energía cinética se mueva al otro polo, el de los cambios. Dicho esto, sostengo que pensar que somos herederos de un pasado requiere pensar lo permanente en términos de prácticas y dispositivos (tanto en el hacer como en el decir) más generalizables y no en términos de modos de producción, que en definitiva han sido regionales y circunstanciales en el país. A mi juicio, términos genealógicos como prácticas, habitus, y otros más psicolingüísticos como modelos mentales, cerebro mimético, estrategias discursivas dan mayor cuenta tanto del cambio como de lo permanente en la cultura, que una supuesta estructura ácido-desoxirribonucleica derivada del ordenamiento socioeconómico regional de una colonia.
Tercero, sostengo que la cultura es un producto semiótico más que en entramado biológico ligado a los modos de producción o a la organización de esos modos de producción. Entender esta semiósfera, lingüística y no lingüística, es la tarea interdisciplinar, más que multidisciplinar, que queda abierta a partir de la lectura del texto de Ferrán. En la argumentación de Ferrán queda de lado este universo semiótico tan importante para la cultura y que daría cuenta tanto de lo permanente, a partir de las prácticas y los dispositivos que estructuran las relaciones humanas en sociedad, y de las transformaciones que suceden tanto en los grupos como en los individuos humanos. Sepamos que soy lo que he heredado, pero jamás puedo reducirme a ello ni esto me determina en lo que podemos ser. Tampoco somos “lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros” (Sartre); sino que somos una constante dialéctica entre lo heredado y lo que construimos en cada momento de nosotros mismos.
Cuarto, lo que heredamos es y está en una amalgama de prácticas y de discursos que suelen incorporarse a las predisposiciones genéticas heredadas. Por ejemplo, existe predisposición genética a aceptar ideas y creencias religiosas; pero no venimos con la inscripción biológica de creer en tal o cual idea religiosa en específico. Lo mismo sucede en el lenguaje, tenemos la disposición genética para adquirirlo a través de sus reglas y sobre esta disposición aprendemos socialmente un idioma, el materno.
Las prácticas y los discursos que heredamos forman estructuras complejas que sobreviven a la muerte de los modos de producción, por tanto, lo importante no son los modos de producción sino las prácticas que perviven y los discursos que la legitiman como componentes “esenciales” del carácter. Postular un “carácter” o ADN cultural es, lamentablemente, un discurso que coquetea con el sustancialismo.