En un reciente artículo aparecido en Acento (14-11-2020), el destacado periodista Juan Bolívar Díaz nos recuerda que el Plan Nacional de Regularización de Extranjeros, iniciado en 2014 por la pasada administración, ha quedado en la provisionalidad, dejando así en condición de ciudadanos de ninguna parte a cerca de doscientos mil inmigrantes (casi todos haitianos) que solicitaron regularizar su estatus.
El pasado gobierno, en la vieja tradición populista de satisfacer al electorado (siempre y cuando le ayude a mantenerse en el poder) y de pensar, hablar y actuar en nombre de una concepción idealista del pueblo (o de la nación), que no escucha disidencia, independientemente de las razones que esta tenga, se montó rápidamente en el carro del antihaitianismo que permea a la sociedad dominicana, y estableció requerimientos tan exigentes para acceder a este plan, que solo unos pocos haitianos pudieron beneficiarse de él.
No hubo en la pasada administración voluntad política para aplicar este plan y la actual, tan populista como la anterior, tampoco ha dado muestra de tenerla ¿Pero de dónde viene esta falta de voluntad política para resolver el estatus de estos migrantes? No tengo la menor duda de que está íntimamente relacionada con nuestra idea de quien puede entrar o no en nuestro concepto de nación.
Las naciones, según Benedict Anderson (1983:15-16), son imagined political communities, son imaginadas, pensadas, porque en la cabeza de cada uno de sus integrantes existe la presunción de una comunión de ideas, valores, intereses. Ahora bien, que sean imaginadas no quiere decir que sean imaginarias, estas son sobre todo el producto de historias y trayectorias diferentes; diversas visiones y versiones de lo que son, han sido y aspiran ser. Las representaciones y proyectos están pues vinculados a una historia colectiva que podemos siempre asociar a prácticas, políticas e ideologías. De manera pues, que subjetividad y objetiva se mezclan para dar sustancia a las naciones.
En nuestro caso, desde los primeros años de la colonización, la explotación de los indios y luego de los negros que fueron traídos para remplazarlos, engendró en la clase dominante local la idea de que estos dos grupos eran inferiores a ellos e incapaces para la vida civilizada. Apareció así una idea racista, en principio espontanea, sin argumentación teórica, pero que como explica el historiador Roberto Cassá (1976:61-63), se convirtió a fines de XVIII y principios del XIX en un factor tan importante que penetró incluso en los sectores no blancos de la población.
A este factor social se agregó otro de orden político, la independencia de 1944, a diferencia de otros países de América Latina, no nos separa de España sino de Haití.
Esto dio lugar a que nuestra identidad nacional se construyera en relación y oposición al vecino país, representante del negro y la barbarie. En esta relación se exaltó siempre lo hispano como elemento esencial de nuestra identidad nacional, quedando durante mucho tiempo como marginal o totalmente en olvido el componente africano de nuestra cultura.
Esta ideología racista tomó un nuevo impulso durante la Era de Trujillo y se mantiene latente hasta nuestros días. Hasta el punto de que, pese a ser un pueblo compuesto esencialmente por negros y mulatos, somos muy pocos los que nos consideramos negros. El dominicano se define generalmente como “indio”, sin que pueda explicar a qué tribu pertenece, pero sí identificar una diversidad de tonalidades de ese “indio” imaginario, que van desde el “indio” oscuro, casi azabache, hasta el “indio” muy claro, casi “blanco”.
Esta ideología explica el tratamiento diferenciado que históricamente hemos dado a nuestros inmigrantes, la conformación de una nación donde cabe todo el mundo menos los haitianos.
En contraste, la integración, o más propiamente la asimilación a la sociedad dominicana de los refugiados de la guerra civil española, que llegaron a finales de los años 30 y de los sirios, libaneses y palestinos que le precedieron, fue cuestión de dos o tres generaciones. Esto Así, primero porque fue una inmigración deseada o de fácil aceptación y, luego, porque en el paradigma republicano, que es la fuente de nuestro sistema político, el derecho prima sobre la cultura y en ese esquema no corresponde a los intereses de un pequeño grupo de inmigrantes constituirse en comunidad étnica, diferenciada de la sociedad global. A esto se agregó también el hecho de que ninguna de estas dos migraciones estuvo alimentada por un flujo permanente y, los vínculos con los países de origen se fueron rápidamente diluyendo.
Otro ha sido el tratamiento que hemos dado a los haitianos, tradicionalmente percibidos como “el otro”, “el negro”, “el inferior”, que no tiene cabida en nuestro esquema republicano, ni como individuo dispuesto a integrarse a la sociedad receptora y construir su ciudadanía (pese a que ese es el fundamento del esquema), ni mucho menos como comunidad étnico-cultural ¡Dios los libre!
Los argumentos para este rechazo van desde la cuestión jurídica, condición de indocumentados de estos migrantes, hasta las supuestas enormes diferencias culturales que nos separan. Como no soy jurista, dejaré de lado el primero de estos dos argumentos y me centraré en el último, mas cercano a mis modestos conocimientos sobre el tema.
Me resulta muy cuesta arriba que los dominicanos encuentren afinidades culturales con un chino cantonés y ninguna, absolutamente ninguna, con un haitiano. Por ejemplo, a Miguel Sang y sus descendientes (familia ciertamente ejemplar), nunca se le regateó la posibilidad de integrarse plenamente a la sociedad dominicana (como debe ser), pero como no se pudo encontrar ninguna similitud cultural con Sonia Pièrre, mujer no menos ejemplar, se le despojó de su condición de ciudadana dominicana, porque era hija de haitianos, a quienes los dominicanos han considerado siempre “el otro”, “el extranjero”, pese a compartir con ellos geografía, historia y una herencia africana, de sangre y cultura, aceptada y valorada por unos y generalmente negada y despreciada por otros.
No le importó a las autoridades dominicanas que despojar de su nacionalidad a esta mujer, que contra viento y marea, de su humilde origen (batey Lechería, Villa Altagracia) logró convertirse en un referente en la defensa de los derechos humanos de su gente, podía provocar un escándalo internacional, como de echo ocurrió, llovieron las acusaciones de xenofóbicos y violadores de derechos humanos, para descrédito del país y vergüenza ajena de los que creemos en la igualdad de derechos, independientemente de la cultura o el color de la piel.
Pera bien de Sonia y de la causa que defendió hasta su último aliento, el menosprecio dominicano fue en algo compensado por el reconocimiento a su trabajo de parte de varias organizaciones internacionales, otorgándole en vida varios premios, el Robert F. Kennedy Human Rights, 2006; galardón para los Derechos Humanos Ginetta Sagan Fund, 2003, de Amnistía Internacional; y nominación para el premio UNESCO de Educación para los Derechos Humanos, 2002); así como otros homenajes póstumos. Todos estos reconocimientos, además de muy merecidos, vinieron muy bien para estrujarle en la cara a las autoridades dominicanas el atropello que cometieron contra ella.
Los que tuvimos la oportunidad de tratar a Sonia, podemos también dar cuenta de sus buenas cualidades humanas. Es una lastima que no se le haya reconocido su condición de dominicana de plenos derechos, como se ha hecho con otros hijos de inmigrantes no haitianos.
En la próxima entrega me centraré en el riesgo que comporta persistir en esta política de postergar indefinidamente la solución del estatus legal de estos migrantes.