Hay dos acontecimientos que tienen que ver con sentimientos… con lágrimas, unas de alegría y otras de dolor, son las bodas y los funerales.

Tanto las bodas como los funerales tienen algo en común: música y lágrimas, incluso muchas veces la misma música.

Tanto para las bodas como para los funerales no hay un código de música, pero existen obras comunes que se interpretan en ese momento tan crucial de la vida. En las primeras se tocan canciones o melodías seleccionadas generalmente por la novia que hacen un recuento de los tiempos hermosos compartidos. En los segundos no es raro escuchar todo tipo de música escogida por los familiares y que eran canciones preferidas del fallecido.

Muchas personas incluso preparan su funeral mucho antes de estar cerca su muerte. El mejor ejemplo lo tuvimos con el Príncipe Felipe de Inglaterra que organizó los mínimos detalles. En su funeral hubo un hermoso cuarteto de voces que de seguro hacía que la partida fuera más fácil, que quienes lo recibieran estuvieran prestos para darle la bienvenida. Preparó su cortejo fúnebre y hasta las lecturas que quería fueran leídas.

Entre los que organizan previamente su funeral me encuentro yo. He dicho donde quiero ser velada, qué música me toquen, tengo hasta donde he de ser sepultada. Para la ocasión he escogido un nocturno de Chopin y el   “Airoso de Bach”. (espero me complazcan para que mi partida sea con mucha paz). Además tengo seleccionados los que me van a recibir cuando llegue al Paraíso, mi papá y Don Miguel y Doña Argelia Troncoso, estos últimos los llevo siempre en mi corazón y mis recuerdos, y que fueron parte importante de mi vida.

Hace muchos años, en la década de los setenta falleció una hermana franciscana, si mal no recuerdo se llamaba “Madre Celina”, no la conocía. Vivía en el Convento de San Lázaro y sus honras fúnebres fueron en la Iglesia de Las Mercedes. De momento se escuchó una voz de soprano, era una monja desde el coro interpretando el Ave María de Bach-Gounod, creo que no hubo una sola persona que de sus ojos no brotaran lágrimas con ese lamento. Ha sido la única vez que vi tantas monjas llorar, tener que llevar lentes oscuros para que nadie fuera testigo de lo hinchados y rojos que tenían los ojos. Nunca olvidaré ese momento, ni mucho menos esa interpretación. Es por eso que cada vez que escucho esa Ave María no dejan de salir lágrimas de mis ojos.

En las bodas ocurre algo igual. Generalmente se escoge un Ave María. Ésta sugerida por la novia o por el músico responsable. Cuando me han tocado de cerca, he seleccionado la música. Me he tomado la libertad ni siquiera de consultar. Confían en mi criterio y mi gusto.

Las bodas al igual que los funerales traen muchas lágrimas, en las primeras casi siempre de emoción, pero en mi experiencia nunca he podido interpretar algunas vertidas por  una novia en especial.

Quiero compartir mi experiencia con unas bodas muy sui géneris y dos de ellas tienen que ver con lágrimas, no de alegría, sino de dolor:

La primera, desde que la novia puso un pie en la puerta de la iglesia comenzó a llorar, no tuvo jipíos, pero poco faltó, porque las lágrimas caían como una cascada, el novio tuvo que prestarle un pañuelo para enjugarlas. Desde la entrada, hasta el altar, no hubo tregua, mi interpretación era que iba como cuando se va al paredón, pensé en Abraham cuando llevaba a su hijo Isaac a sacrificarlo. Para mí ella se dirigía a la hoguera.

La segunda, estaba yo en un ángulo muy cercano a los novios, no detrás, sino en un lateral y al estar en “palco” podía darme cuenta de cada detalle de la ceremonia. La madre del novio no tuvo un solo momento de placidez, tenía un rostro contraído, serio, diría  yo sin creer lo que estaba pasando. El porqué, nunca lo he sabido.

La tercera, nunca había visto a una madre tan triste en un matrimonio, supe que luego ella duró dos años completos llorando cada día, aunque supe también que aún después de tantos años cada mañana las lágrimas le acompañan y la tristeza ha sido su compañera desde entonces.

En la primera, parece que la novia se perdía. En las últimas dos parece que las madres habían perdido a sus hijos, no ganado una hija como comúnmente dicen y pienso que ha sido así.

Pero también he disfrutado de bodas hermosas, emotivas y sobre todo, alegres:

La boda de mi sobrina Carmelucha, la hija de mi amiga y comadre Mary Yolanda, en ella hasta bachata bailé y la de mi sobrina-ahijada Francina en que bailé hasta con los zanqueros. Hice trencito, canté, hice de todo, hasta los zapatos tuve que quitármelos.

En ambas, ¡Cuánto gocé!