En la historia electoral de la República Dominicana se han producido fraudes de todo tipo: suplantación de nombres de personas fallecidas, dislocación de listados, robos de urnas, alteración de actas, compra de delegados, asalto y encarcelación de dirigentes de la oposición, conteo de votos de los partidos pequeños para beneficio del partido en el poder, compra de cédulas. Hay otros tipos de fraudes que la gente normalmente no menciona ni la Junta Central Electoral prohíbe ni interviene: el control absoluto de los medios de comunicación, nombramientos de último minuto y el pago millonario a bocinas para desacreditar al contrario y decir que lo malo es bueno. Y también hay que agregar las órdenes que desde el poder les dan a los jueces electorales.

Ninguna burla puede ser mayor en los fraudes electorales en contra del pueblo, que aquella que se hace violando la ley y la voluntad popular. Después de la radiografía que presentamos anteriormente, cabe preguntarnos: ¿qué es lo que computa o cuenta la Junta después de la votación de un proceso viciado de arriba abajo, mucho antes de ejercer el sufragio ciudadano? ¿No es el resultado final, después del cotejo de las actas, sólo una parte de algo que realmente no se contó de un todo contaminado antes de la votación misma? ¿Cómo valida o certifica la JCE lo que es violación de la ley y del derecho de los ciudadanos? ¿Debe la Junta enfrentar estas aberraciones? ¿Puede hacerlo con éxito?

Cuando el proceso electoral ha sido violentado en alguna de sus etapas, el resultado final es la prueba de un delito penado por la ley. Es una parte contaminada que no sólo contamina de manera

general las elecciones, sino también la democracia, la sociedad y a todo el país. Una junta electoral independiente y comprometida con el país y la sociedad, a la que dice servir, debe prevenir situaciones que afecten el proceso electoral, para que el resultado final de dicho proceso sea un producto ético representativo de la transparencia; y además, un fiel reflejo de la democracia de una nación. Nadie con sentido de la historia y con alta responsabilidad ciudadana debería validar lo que no es moralmente digno de presentar ante la nación como un indicador transparente, justo y decoroso de un certamen cívico y democrático.

El Pleno de la Junta Central Electoral tiene una gran prueba ante la historia y todo el país. En su condición de responsables y directores de ese tribunal, no tiene otro camino que poner en marcha todos los recursos disponibles para lograr un proceso transparente y limpio, digno de ejemplo para el país y el mundo. Ella está en capacidad de impedir que a un metro de los centros de votación se establezcan puntos de compra y venta de votos para perjudicar la marcha institucional del certamen electoral del país en febrero y en mayo de presente año.

Hay una gran voluntad de la población para participar en las elecciones, porque los ciudadanos se han decidido a actuar firme y cívicamente para elegir los candidatos que representen sus impostergables anhelos y esperanzas. Las autoridades de la Junta Central Electoral, el Gobierno y todos los sectores del país, especialmente los líderes políticos, deben saber que en la coyuntura política actual sólo hay condiciones para celebrar elecciones limpias y creíbles. No hay condiciones para otra cosa, que no sea la transparencia de todo el proceso.