Los viernes se me escapan de las manos como pececitos. Su estructura escurridiza va perfeccionándose con el tiempo, tanto así, que algunas de sus horas pasan sin ser percibidas: Me despierto, la mañana inicia su carrera, reconozco que viernes como a eso de las 11:30, cuando recuerdo que, por ser precisamente viernes, los niños salen más temprano que el resto de la semana y debo dejar el escritorio una hora antes.
Luego de almorzar el día se esfuma. El espacio dedicado a las letras ejerce, como los días, un efecto de desaparición. Quedan sobre el escritorio las cosas que el lunes se llamarán “pendientes”.
Porque es viernes, de vez en cuando llegan a mi cabeza ideas locas y me dan unas ganas increíbles de hacer algo diferente. Imagino poder salir más temprano de la oficina, tomar una copa de vino con las amigas. Locuras que visitan esta maraña creativa, pues las salidas, si lo analizo con frialdad, se van convirtiendo también en compromisos, no siempre pesados, pues la capacidad de disfrute no nos abandona aun…Sin embargo, el conflicto se presenta antes de salir, cuando la cama te ha guiñado un ojo y el libro que dejaste huérfano antes de ayer fue abierto por la brisa imaginaria en una página que cuenta que llora aun por ti.
No sé bien cuando todos los días empezaron a ser iguales. Cuándo se gastó el júbilo de recibir con la orquesta municipal el fin de semana. Últimamente solo añoro un día en casa, aunque sea un miércoles, poder cuidar mis plantas y mirar de nuevo a mis perritas. Tal vez esa sea la fiesta que hoy me nutre. Quizás ha llegado el tiempo del silencio.