En mi artículo anterior, escribí sobre las teorías del contrato social, a propósito de un curso sobre historia de la filosofía. Mis clases han coincidido con la lectura de un texto del colaborador del periódico The Guardian, George Monbiot, publicado en eldiario.es y titulado: "El capitalismo está destruyendo la Tierra: necesitamos un nuevo derecho humano para las generaciones futuras", donde se abordan las implicaciones de la teoría del contrato social según el filósofo inglés John Locke (1632-1704)

En el referido escrito, Monbiot retoma la relación supuesta en el enfoque contractualista de Locke entre trabajo y propiedad. Según esta perspectiva, cuando un individuo cultiva y recolecta una porción de tierra, adquiere derechos de propiedad sobre la misma, así como sobre el trabajo de quienes trabajan para él. Esta última idea es importante subrayarla, porque, como nos recuerda Monbiot, en la era de Locke –la época de la colonización de América- existía un vínculo entre la posesión de la tierra y del trabajo con la esclavitud.

Monbiot recuerda que William Blackstone, siguiendo la perspectiva de Locke, desarrolló la tesis de que una determinada tierra es propiedad de quien la haya tomado por primera vez. Es decir, la posesión es el premio a quienes han llegado primero en la competencia por un determinado dominio. Una vez se posee la propiedad, se tiene derecho a venderla o a comercializar sus frutos.

No es difícil relacionar estos supuestos con el proceso de colonización que conformó a los Estados Unidos de América, el cual, no lo olvidemos, se concretizó  a costa de los indígenas que habitaban el territorio americano antes de la llegada de los colonos. Sin embargo, esto no tuvo una objeción ética en la Modernidad, porque a los pueblos originarios de América no se les consideró seres humanos con iguales derechos a los hombres blancos europeos.

Nosotros, amables lectores, disfrutamos de una perspectiva histórica que nos permite comprender la "injusticia hermenéutica" de los colonizadores. Por consiguiente, partiendo del supuesto de que los indígenas poseían la misma dignidad que los colonos, podemos objetar el derecho de estos a ser propietarios de la tierra. No se apropiaron de un terreno carente de dueño, sino de tierras donde exterminaron a quienes, siguiendo el principio de Blackstone, debían ser los legítimos propietarios.

Monbiot toca también otro aspecto importante: el derecho sobre la propiedad de la tierra producto del trabajo se hace extensivo a las generaciones futuras. Los hijos de los actuales propietarios heredan los derechos de sus progenitores perpetuando el sistema de expropiación y clausurando la posibilidad de algún reparo sobre los descendientes afectados por la expropiación.

Otro problema de la tradición liberal es su justificación de la esclavitud. Locke llegó a validarla en función de una "guerra justa" contra aquellos que habían perdido su derecho natural, los que habían dejado sin cultivar las tierras, o los que no tenían el concepto de propiedad.

Así, el enfoque contractualista de la tradición liberal anglosajona terminó legitimando la exclusión social de millones de personas, mostrando una tensión entre unos principios libertarios promovidos en Europa (libertad, igualdad) y unos supuestos con los que justificó la esclavitud y la desigualdad en África y en América.