Para determinar los daños que la epidemia por la COVID 19 está provocando a la salud mental de las personas, nos vamos a auxiliar de los informes de las investigaciones que han producido las universidades Pontificia Madre y Maestra, Autónoma Santo Domingo, Iberoamericana, Católica Santo Domingo y el Departamento de Salud Mental del Ministerio de Salud. Estos dos últimos, con intervenciones de apoyo psicológico vía remota aún en curso.
Es de rigor señalar, que en este artículo solo estaremos centrados en la devastación a la salud mental de las personas, y que dejaremos para otra ocasión, analizar el aparente infortunio que ha significado el impacto de la COVID 19 en la gestión de la prestación de la atención a las personas en los diferentes niveles de los servicios públicos.
Todos los informes que hemos revisado a nivel local, y que ya hemos referido, coinciden en señalar que los trastornos de ansiedad y los trastornos del sueño son los que más han afectado a las personas, seguidos del trastorno depresivo y los trastornos por estrés. Al revisar la literatura científica de otros países, incluso los de la OMS/OPS, concuerdan con las mismas alteraciones y en el mismo orden de frecuencia.
Pero hay más de una zona opaca, en donde aún las investigaciones no arrojan datos, todavía. Una de ellas es que los estudios pre pandemia nos decían que había un incremento nocivo del uso y abuso de la tecnología hasta llegar a un nivel de provocar adicción. Sabíamos de nuevas fobias, como la nomofobia (el miedo irracional a no tener el móvil con la persona), lo que no sabemos hoy, es hasta qué punto la pandemia ha aumentado la vulnerabilidad psicológica, referida a la dependencia, al apego emocional, a la pérdida del control, al distanciamiento social y al bajo rendimiento laboral o académico en las personas que han aumentado este uso por efecto del aislamiento provocado por las medidas sanitarias para detener los contagios.
Otra zona a la que la mayoría de los estudios no se refieren es a la fatiga psicológica que ha ido permeando a toda la sociedad. Investigar el nerviosismo a la que la pandemia somete a las personas, es identificar la irritabilidad, el oposicionismo, la inquietud y el aumento de respuestas agresivas que se verifican en la población pero de las que faltan fuentes de verificación.
Ese estado de sofocación se traduce en un descenso de la calidad de los estilos de vivir, en un empeoramiento de los estados emocionales, a sentirse cansado aún no se haga nada. Deriva también, en aislamiento social que lleva a una desvinculación con los demás y en problemas de concentración, de memoria y de dolores físicos diversos. Pasar de esa situación a tener insomnio y/o ansiedad es muy fácil. Peor aún, pudiera cristalizarse ese estado de cosas en un trastorno depresivo.
Otras personas tienen un cuadro no menos complejo: han desarrollado una fobia social como mecanismo de autocuidado por miedo al contagio. El deterioro a la calidad de vida, en estos casos, es arrollador. Al sentir que se vive en riesgo psicosocial, su retraimiento severo aumenta de manera exponencial y por igual se dispara su ansiedad. Sus miedos al contagio le hacen recelar en extremo de cualquiera compañía. El círculo vicioso se cierra y viven en su propia cárcel con una alta carga ansiosa.
Los mecanismos de prevención deben ir dirigidos a adoptar un estilo de vida saludable que debe ir orientado a mantener una buena comunicación con su entorno social, a cuidar su alimentación, a realizar los ejercicios físicos que vayan acorde con la edad y a realizar las tareas que le corresponda (sean estas laborales, educativas, o de otra índole). Si se considera que ya hay un proceso instalado, lo más conveniente es buscar ayuda de un profesional que mitigue, yugule o revierta la situación. Ese apoyo lo puede dar, un trabajador de la salud mental.