Como en la mayor parte de las naciones de América Latina, los estados de excepción no son extraños a nuestro constitucionalismo, pues nuestra Constitución primigenia (1844) nació bajo un estado de excepción implantado por el artículo 210 que le confería poderes despóticos al presidente Pedro Santana, quien podía adoptar todas las medidas que creyera oportunas para la seguridad de la Nación, “sin estar sujeto a responsabilidad alguna”.
A juicio del historiador Frank Moya Pons, ese artículo “legalizó el uso del poder unipersonal y absoluto en forma tal que la intención liberal y democrática de los constituyentes de San Cristóbal se perdió bajo el imperio de las realidades políticas”.
El jurista español Luis Gilberto Ortegón Ortegón nos subraya que el régimen de excepción o “dictadura constitucional”, como le denominan algunos autores, surgió en el Estado de Derecho en 1791, poco después de la revolución francesa para impedir acciones contrarrevolucionarias, conocido como el “Régimen del Terror”, cuando se expidió la ley que fijó la competencia para el “estado de paz” y el “estado de guerra”, que sirvió de instrumento para conjurar la crisis de orden interno en Francia que causó el fraticidio entre jacobinos y girondinos.
Pero, luego el dictador Napoleón Bonaparte la desnaturalizó cuando la aplicó para perseguir a ciudadanos que protagonizaban pequeñas revueltas sediciosas en 1811.
En las naciones socialistas, los estados de excepción encontraron expresión en la doctrina de la “dictadura del proletariado”, que era un tipo de régimen que pretendía el control ideológico y económico de la sociedad en manos del Estado.
Contrario a ese fenómeno, el constituyente dominicano del 2010 optó por disciplinar constitucionalmente la declaratoria de estado de excepción y estableció que los mismos no eximen del cumplimiento de la Constitución y de la ley a sus responsables.
En el Estado Social y democrático de derecho que proclama la Carta Política, los estados de excepción son figuras constitucionales que el constituyente prevé para afrontar situaciones de anormalidad que atenten contra la soberanía nacional, la seguridad del Estado, la integridad de las institucionales o que generan inestabilidad social, ecológica, económica o de salud.
La Constitución siguió los estándares del Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos en su Protocolo Facultativo, así como de la Convención Americana de Derechos Humanos, los cuales conciben los estados de excepción como un “derecho extraordinario de suspensión” sujetos a rigurosos regímenes de taxatividad y temporalidad.
En un estudio sobre el tema, la profesora de la Universidad Rey Juan Carlos, de España, Esther González Hernández sostiene que en las 39 reformas constitucionales que ha vivido el país, nuestro modelo de regulación de los estados de excepción ha respondido a la gradación de las diferentes situaciones en función de la gravedad del caso o que la amenaza proviniese del interior o del exterior.
La Constitución prevé una tipología tripartita de los estados de excepción: Estado de Defensa, Estado de Conmoción Interior y Estado de Emergencia.
El Estado de Defensa, según el artículo 263, se declara “en caso de que la soberanía nacional o la integridad territorial se vean en peligro grave e inminente por agresiones armadas externas”. Reza el texto constitucional que el Poder Ejecutivo, sin perjuicio de las facultades inherentes a su cargo, podrá solicitar al Congreso Nacional la declaratoria del Estado de Defensa.
De su lado, el Estado de Conmoción Interior podrá declararse en todo o parte del territorio nacional, en caso de grave perturbación del orden público que atente de manera inminente contra la estabilidad institucional, la seguridad del Estado o la convivencia ciudadana, y que no puede ser conjurada mediante el uso de las atribuciones ordinarias de las autoridades.
El vigente Estado de Emergencia, de su lado, se hace patente cuando ocurren hechos distintos a los previstos para los estados de Defensa y de Conmoción Interior que puedan amenazar o perturbar en forma grave o inminente el orden económico, social y medioambiental del país.
Estas disposiciones constitucionales son complementadas por las disposiciones de la Ley 21-18, de Regulación de los Estados de Excepción, que prevé que “la declaración de estado de excepción no interrumpe el normal funcionamiento de los poderes constitucionales y sus instituciones”, (artículo 13).
La aprobación por el Congreso de la “autorización” para declarar el Estado de Emergencia provee al Presidente de la República de los medios necesarios para hacer frente a la calamidad que se ha generado con la pandemia del coronavirus. Empero, un estado de excepción constitucional debe estar sometido al “test de proporcionalidad”, a la fiscalización del Congreso y al control constitucional.
El presidente Danilo Medina ha sido el único mandatario en democracia que ha tramitado dos procedimientos de estados de excepción. Además de la actual emergencia, al mandatario le fue aprobado el Estado de Emergencia mediante Ley 692-16, del 6 de diciembre del 2016, para dar respuesta a los aguaceros que afectaron 15 provincias del país.
De ese Estado de Emergencia, que duró aproximadamente un año (2016-2017), no se rindió informe a la Nación, pese a que la Constitución establece en su artículo 266.2 que mientras permanezca el estado de excepción es deber del Presidente informar de manera continua al Congreso sobre las disposiciones que haya tomado y la evaluación de los acontecimientos.