La modernidad dio a los escritores todas las razones para presentar el acto de escribir como un oficio rodeado de misterio. Son incontables las páginas donde se habla de ese proceso creativo como algo esotérico, cuajado de imponderables y gestos excéntricos. Mucho me temo, sin embargo, que esa sacralización del talento y la hermética soledad que de esta se deriva están siendo cuestionadas por la contemporaneidad.
Con frecuencia me pregunto por qué en las últimas décadas las propuestas de las artes visuales muestran una mayor eficacia y penetración a la hora de cuestionar y recrear la realidad dominicana que las elaboradas desde la literatura. La primera respuesta que se me ocurrió fue que la inserción de los artistas visuales en el mercado del arte (por endeble que este sea) permite a muchos de ellos una cierta profesionalización y les da ventaja frente a los artistas de la palabra, aherrojados a un empleo para sobrevivir. En esas elucubraciones andaba, cuando recibí un correo electrónico de Fernando Ureña Ribb, a la sazón destacado artista y prolífico escritor dominicano, donde me preguntaba si todavía yo “curaba” libros de cuentos.
El de curador es un oficio ya común en las artes visuales contemporáneas y proviene de la palabra inglesa care (cuidar, atender). Verla referida a un texto de literatura me sorprendió. ¿Es posible curar un texto literario?
El curador de arte tiene diferentes funciones de acuerdo con el tipo de labor a la cual dedique sus esfuerzos. Para el caso que nos ocupa, curar la ejecución de un proyecto artístico significa acompañar al artista en el planeamiento, diseño y realización de este; problematizar desde una mirada externa pero comprometida el proceso creativo para lograr que el autor esté completamente seguro de lo que quiere hacer y se pregunte a cada paso si las soluciones que va implementando son las adecuadas para obtener el mejor resultado.
Sería posible hacer este mismo trabajo en el caso de la literatura, de eso estoy seguro, pero no conozco a un solo escritor profesional que crea necesitarlo o esté dispuesto a admitirlo, a menos que se lo proponga Mario Vargas Llosa, o alguien así de famoso. Ah, divina vanidad, ¿cómo has de permitir que un extraño invada la sacrosanta soledad del creador? Bien difícil ha sido ya aceptar la necesidad de los editores como intermediarios entre el autor y el público, aceptación que en la mayoría de los casos apenas incluye el acto de corregir. En cuanto al acompañamiento, lo más lejos que llega la literatura entre nosotros es a la función de coaching, proceso cercano al curatorial pero centrado en enseñar el oficio de escritor a principiantes. ¿Los profesionales? ¡Ni locos!
La actitud de las artes visuales es completamente distinta. Deseosos de cuestionar una contemporaneidad repleta de complejidades y resonancias, los artistas han apostado por lo procesual, por la inclusión de las nuevas tecnologías de la comunicación y por una hibridez genérica que les permite mezclar códigos visuales, auditivos, táctiles y olfativos para labrar en el territorio de las emociones y los conceptos. Conscientes de que la realidad comunicacional ya no permite establecer una división tajante entre quienes emiten el mensaje estético y quienes lo reciben, y que esto transforma de manera radical el trabajo del creador, no solo han abierto las puertas al esfuerzo colectivo y al acompañamiento curatorial, sino que han dado al público la posibilidad de intervenir en su trabajo y completar sus obras. En ese camino, se han apropiado de recursos provenientes de otras disciplinas artísticas, como la danza, el teatro, el cine, el video, y claro, la literatura.
Los escritores, de nuestra parte, apenas si nos acercamos con suspicacia a las nuevas posibilidades que la era digital abre para mezclar la letra escrita con sonidos, imágenes, etc. Cerrando los ojos a la evidencia de que la oralidad ha vuelto para reclamar su lugar, bien sea de manera directa o mimetizada en la especial gramática de los minimensajes, seguimos enzarzados en la discusión acerca de si el libro impreso sobre papel sobrevivirá o si es lícito propiciar acceso libre a nuestros textos a través de la conexión remota. Usuarios de una red global donde emisión y recepción tienden a fundirse, nos sigue pareciendo un sacrilegio permitir que los lectores puedan intervenir nuestra obra y transformarla a su gusto, solo porque sería ofensivo para una originalidad y una exclusividad intelectual que la época va borrando a toda prisa y a pesar de nuestros prejuicios.
Claro que hay escritores transitando los nuevos caminos que abre la contemporaneidad. Para solo citar un ejemplo del patio, en eso anda El Hombrecito, un colectivo dominicano que integra literatura, música y elementos de las artes visuales, sobre todo performáticos. Pero son excepciones. La norma sigue siendo la huraña distancia del genio y la soledad del creador único; distancia y soledad que se van haciendo cada vez mayores, en la misma medida que la inspiración no logra comprender y dar respuesta a los actuales derroteros del tiempo