La democracia es blanco de críticas tanto por sectores conservadores como populistas y  es preocupante observar cómo dos frentes antagónicos coinciden en un ataque discursivo que erosiona  la democracia, y como cada uno de ellos dice representar una “solución” para resolver el impase que el régimen democrático ha causado, socavando precisamente el juego democrático. Por parte de los populistas se denuncia la distorsión, la enajenación, la manipulación y la distracción de la voluntad popular mediante los mecanismos que la élite tiene en su poder, medios de comunicación e instituciones con influencia política, a través de los cuales redirigen la atención o fomentan la alienación social, porque desde su trinchera la única voz legítima es la que ellos  dicen representar, al enunciar el eufemismo “pueblo”, todo lo que excede sus propósitos e intereses merece sentencia moral que a los contrarios los coloca como los ilegítimos y a los que les cabe la condena de los “antipueblo”.

El discurso cada vez más polarizado e irreflexivo, los ubica a estos como los “verdaderos intérpretes” de las demandas del pueblo, demandas que ellos devolverán aunque sea pasándole por encima a los mecanismos institucionales que se imponen para salvaguardar la democracia, porque estas fueron arrebatadas por una élite corrupta que había secuestrado la democracia legítima al pueblo. Reformas constitucionales, aprobación de préstamos al vapor, aprestarse a aprobar un Código Penal sin leerse y por ende sin realizar las debidas modificaciones, posterior al análisis depositado por instituciones y profesionales del derecho y pese a ser cuestionado por diversos sectores de la sociedad, como el Ministerio Público, la Fundación de Institucionalidad y Justicia (Finjus), entre otros, por contener inconsistencias que desnaturalizan principios que riñen contra la Constitución y la aprobación de un Estado de Emergencia por más de un año, son minucias y bagatelas que a nadie debe preocupar porque todo es por y para el bienestar del “pueblo”.

Por otro lado los conservadores consideran el progresismo cultural como la fuente de todo mal, que viene a pervertir los valores cristianos y la familia tradicional, los que apoyan la visión progresista del mundo son los corruptores y los que deciden incursionar en el debate del progresismo cultural, o que peor aún motiven un diálogo en los términos que dicta el liberalismo contemporáneo, son “cómplices” y “colaboradores del enemigo”, ya que él relativismo moral y el secularismo afecta la moral cristiana en el debate cultural, los conservadores tienen un solo modo correcto del ser Cristiano en la sociedad actual y todo el que difiera de este modelo aún sea apelando a la razón y a la ecuanimidad son declarados anatemas, cómplices del izquierdismo y sin derecho a réplica, marginando del debate, el orden liberal y con ello los principios básicos de la democracia: derechos y libertades fundamentales, Estado de derecho, división de poderes, opinión pública abierta, gobierno de la mayoría con protección para los derechos de las minorías, entre otros.

Sin embargo, la realidad es que para ambos sectores es imposible aceptar que en la misma sociedad convivan estilos de vida distintas a la moral cristiana y su visión sobre el aborto, la eutanasia y el matrimonio homosexual, y cada cual en su empeño por imponer su visión de una sociedad progresista o una sociedad exclusiva para la élite conservadora y cristiana, erosionan irremediablemente la democracia, haciendo que la sociedad pierda cada vez más la confianza en las instituciones y en el juego democrático. Según el informe de Desarrollo Humano 2021 y el Latinobarómetro, establece que el 77% de los latinoamericanos creen que sus países son gobernados en intereses de unos pocos, y más del 50% comparten la opinión de que no les importaría tener un gobierno no democrático siempre y cuando fuera eficaz, para República Dominicana esta cifra es 55%. Ambos sectores desde sus trincheras y en su cerrazón defensiva han estimulado un odio implícito en un discurso simplista y dividisivo que mantiene enfrentada a la sociedad permanentemente, sin permitirle avistar un horizonte en cual por lo menos uno solo de los problemas estructurales de la sociedad esté resuelto, y el diálogo y el debate no gire en torno a los caprichos morales y religiosos de una élite, pero tampoco de un mesías político que con su retórica buenista resolverá como un mago de la noche a la mañana los vicios de la democracia, precisamente debilitando los mecanismos institucionales.

Jacques Rancière en su obra El odio a la democracia hace una crítica muy oportuna a la intelectualidad antidemocrática y politizada, que participa e incentiva este despropósito, para desmontar las mentiras y contradicciones que subyacen en este discurso de odio; que se emplea con la única finalidad de modificar a voluntad el régimen democrático para convertirlo en un sistema de dominación que obedecería al consenso pseudodemocrático, al emplear la democracia en su aspecto formal como un tipo de orden estatal y forma de vida social, como un conjunto unificado de sociedad y sistema de valores. Rancière la llama como una punta de lanza ideológica que ayuda a la oligarquía en la tarea de luchar contra la democracia, para justificar e imponer una democracia totalitaria para luchar a favor de la “igualdad de condiciones” tanto en el campo económico como en el estatal y el social, confiriéndole el control precisamente a quienes tienen mayor poder sobre estos mecanismos.

La ya desgastada democracia se enfrenta ahora a una crítica intelectual que la reduce a su aspecto formal y a un mero ordenamiento social orientado al consumo, al individuo democrático se le adjudica hoy un egoísmo que lo sitúa como el culpable en un marco de consumo excesivo y por tanto de la tan pregonada degeneración social y del rol protagonista de esta sociedad del exceso. Rancière explica que este individuo egoísta que tanto critican los intelectuales, se debe a una especie de transferencia del individuo egoísta del que hablaba Marx, aquel que era él propietario de los medios de producción por no ver más que por sus propios beneficios personales, ha pasado ahora a toda una sociedad, y a todos y cada uno de los individuos de la sociedad, convirtiéndola en una suma de individuos que solo tienen el lucro personal como objetivo en la vida, forma de actuar que más tarde o temprano destruirá no solo el sistema, sino que nos llevará al fin de la humanidad si alguien no lo remedia, curiosamente con esas profecías tremendistas esparciendo culpa y miedo por doquier, estos profetas  ya no cuestionan ni se quejan de los oligarcas, antes que nada ahora denuncian y critican a los que denuncian a los oligarcas, porque para los intelectuales antidemocráticos dispuestos a los fines de la partidocracia tradicional, el individuo es el culpable absoluto de un mal irremediable, el incivilizado, el ignorante que se explota así mismo y cree que está realizándose, el culpable de no rebelarse, todo sea para despojar al sujeto democrático de un poder social que precisa reconocer en sí mismo para exigir sus derechos.

La discusión actual ya no estriba en los complejos problemas estructurales que afectan a la sociedad, ni el hecho de que los Derechos Humanos solo constan y reposan exitosamente en el acuerdo constitucional, más no puestos en práctica ni extensibles al resto de la sociedad, lo que ha imposibilitado la integración del ciudadano de pleno derecho en la sociedad; por el contrario,  para amenizar esta diatriba constante, la intelectualidad se encarga de acuerdo al bando en el cual se ubica, de defender a ultranza el discurso partidista que más se ajuste a sus intereses económicos. El resultado es el mismo, ambos sectores utilizan la democracia en su aspecto formal como un traje a medida al servicio de sus fines, para estructurar la desigualdad y la injusticia para todos, ese es su lema, porque para una mente politizada su dilema moral no  consiste en limitar el abuso del poder, ni de cuestionarlo, su dilema solo consiste en quién ostentará el poder, si es su bando todo estará bien, si es el contrario, la suerte está echada y que empiecen nuevamente los juegos del hambre.