Cuando creemos que Haití ha llegado al fondo, nos damos cuenta de que no, que falta más, y esta vez el nuevo empujón hacia el fondo, que en su caso parece no tener fin, no podía llegar en peor momento, a tan solo un mes del magnicidio de su presidente, Jovenel Moïse, con toda la desorganización que eso implica para un país de fragilísimas instituciones.

Pese a todas estas tragedias, me resisto a admitir que Haití es un país maldecido, castigado por Dios, padece más bien del castigo de los hombres. Sin dudas que ha sido el país más abusado y empobrecido por el capitalismo mundial en América.

Nuestro vecino es el producto del  “ingenio” que tuvo la expansión del capitalismo salvaje de principios del siglo XVII de levantar una colonia esclavista en un espacio de gran actividad sísmica, que terminó en la revuelta que condujo a su independencia; el producto de un capitalismo inhumano que lo desangró con una monstruosa deuda de 150 millones de franco (21,000 millones de dólares de hoy) como condición para reconocer su independencia, deuda de la que a duras penas logró liberarse en 1947; producto de un capitalismo que le impuso a la república negra y rebelde un férreo aislamiento internacional y, no contento con eso, lo ocupó militarmente, esta vez bajo el liderazgo de los Estados Unidos, para luego de casi dos décadas de ocupación soltarlo tan desorganizado como lo agarró, pero sin dejar de continuar apoyando sus dictadores, hasta empobrecerlo tanto, que por no tener el país carece hoy hasta de cementerios para enterrar a sus muertos, aplastados entre los escombros de sus precarias construcciones, levantadas con malos materiales y sin respetar normas sísmicas.

Hoy, al igual que durante el terremoto del 2010, el discurso despectivo y hostil frente al haitiano de allá y de aquí que abunda en el país se ha transformado en gestos de solidaridad y ayuda de todo tipo del pueblo llano y el gobierno hacia el vecino.

¿Cómo explicar esa contradicción? No me detendré en ello, pero sí en reiterar mi convencimiento de que hace mucho daño a los dos países que compartimos la isla.

Vivimos con la presión de la inmigración haitiana y ni la muralla mental (mezcla de xenofobia, aporofobia y antihaitianismo) ni la valla en construcción podrán detenerla, mientras no se reduzcan las diferencias de desarrollo entre los dos países.

Y en eso podemos hacer más de lo que hemos hecho y estamos haciendo ¿Qué más podemos hacer?

Primero, abandonar de ese discurso improductivo, que solo dejamos de lado cuando un ala de ese mismo pájaro que somos, en términos geográfico y mucho más, está gravemente herida.

Segundo, esa ayuda amplia y oportuna que siempre estamos dispuestos a ofrecer al vecino país en medio de sus tragedias, transformarla, en función de nuestras posibilidades de país con limitados recursos, en una acción permanente en beneficio mutuo, trabajando para convertir ambos lados de la frontera en un importante polo de desarrollo.

Ya hay una experiencia interesante del sector privado con el parque de zona franca Codavi, dependencia del Grupo M de Santiago, que emplea a miles de personas en Juana Méndez, y su capacidad de absorción de mano de obra haitiana ha ido creciendo, en la medida en que los haitianos se han ido capacitando en los diferentes procesos productivos, hasta alcanzar ya cerca del 100% de la empleomanía.

Se necesitan más iniciativas de este tipo, hasta convertir toda la línea fronteriza en un importante polo de desarrollo, con muchas otras zonas franca, empresas, almacenes y centros de acopios que empleen mano de obra haitiana y al mismo tiempo nos permitan maximizar las ventajas de esa expansión de nuestro mercado interno que constituye para nosotros el mercado haitiano, donde evacuamos un número considerable de productos agropecuarios que no soportarían los controles fitosanitarios de otros mercados, así como productos industriales que tampoco cumplirían con los estándares de calidad requeridos por ellos.

Y una vez resuelto nuestros problemas de suministro eléctrico, continuar aumentando la producción para vender el excedente al vecino país, que de seguro no tendrá por todos estos tiempos suficiente capacidad instalada para satisfacer sus necesidades.

Por nuestra condición de país de ingresos medios ya no tenemos acceso a muchos programas de la cooperación internacional, pero podemos aprovechar el prestigio que se deriva de nuestra estabilidad política y una mayor fortaleza de nuestras instituciones con relación a Haití, para gestionar ante organismos internacionales la construcción de clínicas de atención primaria y hospitales materno infantiles del otro lado de la frontera, ofreciendo pequeñas contrapartidas, y de esta manera ayudar a los haitianos a resolver sus problemas sanitarios en su territorio y comenzar a poner fin al congestionamiento de nuestros hospitales con sus parturientas.

Tercero, en la Comisión Mixta Bilateral, donde salvo algunas excepciones, como la reciente disputa por la construcción de un canal de riego, han predominado los temas de la disparidad comercial, considerado vital para Haití, y el de la inmigración para RD, debe dársele más espacio a otros temas no menos importantes, como sanidad, medioambiente, infraestructuras binacionales que podrían levantarse con ayuda internacional, turismo, una vez Haití resuelva su grave problema de seguridad, agricultura, sobre todo en el área de cultivos propicios para los terrenos montañosos y que requieren de la preservación del bosque, como el café y el cacao, ayuda técnica, intercambio cultural y deportivo, etc.

Necesitamos ciertamente una muralla entre los dos países, pero esta debe levantarse sobre las ruinas de las sinrazones que habitan nuestras cabezas y sentando las bases del desarrollo en ambos lados de la frontera.

¡Pongamos la boca en armonía con el corazón y demos continuidad a la oportuna solidaridad que siempre le hemos brindado al vecino en medio de sus tragedias!