En un momento histórico en el que los insultos parecen estar normalizados y que la articulación de improperios desde el anonimato de las redes sociales corre a raudales, es difícil hablar de una necesaria restricción de la tan sobrevalorada libertad de expresión como justo límite que evite tipos específicos de denigración, exclusión o discriminación basados en la condición de ciertos colectivos o individuos. 

Los llamados discursos de odio o «hate speech» se definen como aquellas alocuciones orientadas al fomento o la promoción pública de la animadversión contra ciertos grupos o individuos, empleando calificativos que expresan intolerancia, aborrecimiento o desprecio, teniendo regularmente como fundamento del odio, la raza, la nacionalidad, la religión, el género o la sexualidad de las víctimas. Es decir, el nombre de estos discursos le viene porque contienen expresiones que de manera explícita o no, están motivadas por el odio, siendo proclives a trasmitir y fomentar ese mismo sentimiento en sus destinatarios, pudiendo su espectro ir desde la incitación a la discriminación, el odio o la violencia en contra de un grupo, una parte de él o una persona a causa de una condición que posea, hasta la difusión de información injuriosa sobre estos. 

Para diferenciar la expresión de la opinión de una manera respetuosa y el discurso de odio se puede decir que en el segundo existe una utilización de expresiones innecesariamente ofensivas, además de que detrás de la afirmación existe el objetivo de degradar, insultar o incitar el encono en contra de un colectivo y sus integrantes. 

Dentro de los discursos de odio también caen quienes, por medios de difusión o expresión pública, justifiquen o alaben delitos que se hayan cometido en contra de estos grupos o los individuos que le componen. Es especialmente gravoso si al utilizar los medios de comunicación social o la internet, este mensaje se hace accesible a un gran número de personas.

Y aquí, lo primero que puede utilizarse es el argumento de que la expresión de ideas “generales” contra un colectivo no puede considerarse como lesivo precisamente por no estar dirigidos a nadie en específico. El conflicto surge cuando este discurso que parece “general” e inofensivo, termina por aplicarse sobre una persona en específico, que acabará recibiendo toda la carga de odio o violencia que hasta ese momento se suspendía como un aura etérea.  

Evidentemente, la incitación al odio no tiene que contener, necesariamente, llamados o apremios a cometer actos violentos o criminales, sino que cualquier ataque discursivo directo contra un grupo específico de la sociedad que contengan insultos o declaraciones que le difamen o ridiculicen es suficiente para que la tutela estatal se decante por privilegiar el combate contra las posibles consecuencias de estos discursos frente a una libertad de expresión que se ejerce de manera irresponsable. En otras palabras, no es necesaria la incitación explícita a la violencia, basta con que el contenido fomente la desigualdad y la discriminación contra un grupo y sus integrantes para que sea considerado como discursos de odio, y lo punible es la lesión que se hace a la dignidad de la persona mediante alocuciones o acciones que menosprecien, humillen o desacrediten. 

Sabemos que el extremo de los discursos de odio es la comisión de delitos de odio, con los que se consolida la dominación de una determinada mayoría social privilegiada de algún modo, frente a una supuesta minoría que se halla subordinada. Pese a esto, aunque no se llegue a este extremo de la violencia física, siempre implica un tipo de violación contra los principios básicos de igualdad respetuosa. De igual modo, se posibilita la ejecución de acciones que sirvan de caldo de cultivo para alterar el orden púbico, lo que se puede generar un sentimiento fundado de temor o inseguridad entre los miembros del grupo victimizado.

La importancia de este asunto reside en el hecho de que estos discursos de odio tienen, al menos, dos consecuencias directas: primero, el sufrimiento psicológico y social de los individuos que componen los colectivos afectados y, lo segundo, que se crea una influencia negativa y una exclusión que terminan generando ciudadanos o pobladores de segunda categoría.

Sobre lo primero, es previsible que el discurso de odio cree un auténtico sufrimiento psicológico, con su consecuente pérdida de autoestima, elementos que limitarían sustancialmente la posibilidad de que el grupo vulnerado pueda enfrentar la estructura social que le oprime, impidiendo, entre otras cosas, el desarrollo integral de la personalidad del individuo. Sobre lo segundo, este tipo de discursos trae como consecuencia mediata e inmediata el establecimiento de un trato diferenciado que carece de una justificación objetiva y razonable, toda vez que posibilita el surgimiento de un trato estigmatizador, humillante o degradante. La repetición continua de los alegatos de antipatía termina por abrir una brecha para la justificación socio-cultural y hasta institucional de un trato que vulnera la integridad moral y/o física de un individuo específico, repercutiendo en un colectivo que acaba siendo estereotipado, sustentando una posición social excluyente. 

Y he aquí un parangón de legalidad, pues estos discursos transgreden los principios de igualdad y no discriminación consagrados de manera general en más de 27 tratados internacionales, y de manera específica en la Constitución dominicana (Art. 39), además del derecho a la dignidad (Art. 38), al libre desarrollo de la personalidad (Art. 43), a la intimidad y el honor personal (Art. 44). 

En consecuencia, parece que es necesaria una restricción a la libertad de expresión.  No obstante, surgen cuestiones como: ¿Qué criterio debe utilizarse a la hora de determinar que una manifestación del pensamiento se convierte en discriminatoria, es peligrosa y, por ende, es penalmente punible? ¿Cuál es la gravedad del asunto para que se justifique la intervención estatal para limitar la libertad de expresión que también es un derecho fundamental según el Art. 49 de la Constitución? Esto es importante, porque lo que parece estar en juego es el concurso de derechos muy esenciales.  

Una reflexión pertinente prima facie es si el recurso al Derecho Penal es un medio idóneo para castigar no solo los comportamientos, sino también las expresiones de odio y discriminación en pos de garantizar la afirmación y el respeto de unos valores que se reconocen como indispensables para la convivencia pacífica y armónica dentro de un estado de derecho, más aún cuando no se puede obviar la existencia de una realidad cultural tendente a la xenofobia, al racismo y la homofobia, con la subsiguiente dificultad de identificar cuál es el interés socialmente relevante que puede legitimar la limitación de expresiones odiosas.  

Lo esencial aquí es tener en cuenta que a la hora de limitar un tipo de discurso específico lo que se está haciendo, de manera más o menos explícita, es asumir una escala de valores y organizarlos según importancia y prioridades para una tal sociedad. En los estados democráticos y de derecho es evidente que la integridad de la persona está en una escala superior que el justo derecho a la expresión del pensamiento.  

La respuesta general a las cuestiones anteriores, por ende, es sencilla: cuando se quiere enfrentar la discriminación o los discursos odiosos, la limitación de la libertad de expresión está legitimada en la necesidad de tutelar la igualdad y la dignidad de los individuos que componen el grupo atacado. La dignidad humana es el único valor que trasciende los sistemas políticos, sociales y jurídicos particulares, de suerte que su resguardo es un principio rector que debe guiar la coexistencia de otros derechos y libertades. El mismo Art. 49 de la Constitución dominicana que consagra la Libertad de expresión e información agrega un párrafo que establece una limitación al decir que “El disfrute de estas libertades se ejercerá respetando el derecho al honor, a la intimidad, así como a la dignidad y la moral de las personas, en especial la protección de la juventud y de la infancia, de conformidad con la ley y el orden público”.

La configuración de una especie de delito de opinión pareciera chocar frontalmente contra la libertad de expresión, pero aquí, la limitación de un derecho respecto al otro debe centrarse en el bien jurídico protegido que, en este caso, es la dignidad humana. 

Claro está, se debe ser precavido y cauteloso a la hora de utilizar el concepto de dignidad humana, pues se puede hacer un uso confuso o arbitrario de esta noción que si no se utiliza con la cautela necesaria puede desembocar en abusos en la aplicación e interpretación del mismo. Es decir, el recurso a la dignidad humana como bien jurídico protegido debe hacerse a la par de otros derechos y libertades fundamentales, utilizando siempre la prudencia necesaria que permite tener en cuenta el contexto social de la norma, pero sin olvidar el fin último del sistema jurídico democrático. Aquí la atención debe estar puesta en la naturaleza del agravio o delito y de su impacto, pues la agresión no lesiona solamente a la víctima individual, sino que repercute de manera directa en la comunidad de pertenencia.

Podemos en este punto caer en dos errores o desviaciones. El primero, sería llevar al plano de la moral y de las convicciones religiosas particulares un asunto que es eminentemente de derechos humanos y civiles, haciendo una especie de paréntesis sesgado del marco democrático; el segundo error, sería defender una interpretación lineal y monolítica del principio de igualdad pasando por alto que parte esencial de este principio es la obligación estatal a través de los poderes públicos de intervenir, incluso aplicando medidas de diferenciación, con el fin fehacientemente justificado de remover los obstáculos que impiden la igualdad real de un grupo específico o sus miembros, además de que su mandato no se limita a evitar la discriminación, sino a reparar las consecuencias que de ella devienen en caso de que se produzcan.

Incitar al odio, siempre que no se materialice, es sólo un pensamiento o idea, así que la intervención pública no responde a la neutralidad, sino a la defensa de unos valores y unas motivaciones específicas. Ejemplo de ello es que los ordenamientos jurídicos occidentales que han legislado en esta materia se ubican en puntos intermedios de los dos extremos: los “abstencionistas”, que son sistemas que consideran la libre expresión de las ideas como uno de los elementos esenciales de la cultura democrática, como es el caso de los Estados Unidos; por otro lado están los “intervencionistas” que consideran necesaria la represión de las expresiones odiosas o discriminatorias por considerar que ellas entrañan en sí mismas una amenaza al orden democrático, aquí están países como Alemania o Canadá. 

Es evidente que la simple expresión discriminatoria u odiosa, en principio, no equivale a la ejecución de un acto discriminatorio o violento. Dentro de un sistema democrático se deben escuchar las opiniones contrarias o disidentes, pero eso no puede conducir a la complicidad con procesos de victimización contra personas o grupos en favor de la libertad de expresión. Por esto, lo que se persigue y sanciona no es solo el contenido del discurso, sino también la modalidad en la que se expresa, ya que un discurso de odio supone degradación, ofensas o desprecio. Es decir, es legítimo expresar opiniones e ideas sobre la raza, la nacionalidad, la religión o la orientación sexual, siempre que estas articulaciones discursivas se den dentro del marco del respeto, la decencia y la moderación suficiente hacia los demás. Pese a ello, estamos conscientes de que es difícil establecer límites claros entre lo que es denigrante para un grupo y sus integrantes y lo que no lo es. También somos conscientes de que podemos caer en lo que la jurisprudencia anglosajona llama «viewpoint discrimination», que quiere designar una discriminación que se vincula de manera directa a un punto de vista manifiesto. 

También sabemos que puede dificultarse el establecimiento de una relación causal entre un discurso odioso y los efectos dañosos que pueden venir posteriormente. En este sentido, el sistema estadounidense se diferencia del europeo. Para los primeros, es necesario establecer una conexión estrecha, causal y directa entre la palabra y el daño acaecido, es decir, el discurso debe incitar a una ruptura inmediata del orden público («clear and present danger»); en Europa, en cambio, existe la posibilidad de reprimir un tipo de discursos simplemente porque existan razones fehacientes de que este puede producir daños al conjunto social («bad tendency»). También es discutible qué tipo de sanciones se deben aplicar, pues puede seguir la línea anglosajona que sanciona el uso impropio de la palabra como ilícito civil, mientras que los países europeos han recurrido al Derecho penal en situaciones similares.

Por eso, sostenemos que el Derecho Penal no es el medio que acabará con los discursos de odio, pero sí serviría para deslegitimizar y rechazar las expresiones de odio, fomentando actitudes de respeto. Cualquier uso de instrumentos punitivos para resolver problemas socioculturales deben estar acompañados por amplios programas educativos y de políticas de información para que sean efectivos. Si no se logra esto, se atacarán las manifestaciones sin lograr cambios sustanciales en la raíz de los discursos. 

Se debe propiciar un proceso de varios niveles, donde se reconozcan los derechos civiles básicos que posee todo el conjunto, y difundirlos a través del plano educativo, de aquí que se pueda dar paso a una cultura que enarbole los valores del respeto, la igualdad y la inclusión como pilares del ordenamiento social, de suerte que el Derecho Penal no sea más que un instrumento para apuntalar estos valores compartidos y que sólo sea la última y extrema «ratio» para enfrentar las acciones que amenazan o dañan este status social.

Limitar la libertad de expresión en este punto también podría implicar la imposición de una moralidad estatal que no es necesariamente pluralista, pero lo que se resalta es que el límite viene dado como medio de tutelar otros derechos fundamentales. Reconocer la existencia de grupos vulnerables, marginados, discriminados y excluidos, etc. y tomar posiciones de resguardo y defensa, es necesariamente una toma de posición por parte de una sociedad y un Estado con valores democráticos elevados. 

Actualmente, cuando se vuelve a reabrir el debate sobre el Código penal dominicano, es un momento propicio para discutir estos temas, y ver cómo nuestro Derecho Penal integra estas nociones. El hecho de que pertenezcamos al grupo privilegiado que no sufre los embates de estos discursos no puede privarnos de la empatía que provee la posibilidad de que estos puedan generar o fomentar climas de intolerancia, violencia o discriminación. No olvidemos que el reforzamiento de prejuicios y estereotipos no solo lesiona la dignidad de los miembros del colectivo atacado, sino que pone en riesgo la integridad física y moral de todo el conjunto social.