En el ordenamiento constitucional dominicano, el reparto de funciones del Estado recae sobre los tres poderes clásicos (Ejecutivo, Legislativo y Judicial, amén de los órganos extrapoderes), cuyas atribuciones son independientes e indelegables (artículo de la Constitución). Pero, contrario a lo que se puede pensar, esas funciones no son antagónicas, sino que la Constitución armoniza un sistema de equilibrios y colaboraciones de los poderes públicos.
La rigidez de ese equilibrio presenta fisuras que se derivan del sistema presidencialista que concentra gran parte del poder en manos del Presidente de la República y por las contingencias especiales de anormalidad que requieren ser tratadas con urgencia.
A eso es que se refiere el barón de Monsquieu cuando escribe: “hay casos en que hace falta por un momento poner un velo a la libertad”.
Es decir, una suerte de “derecho de excepción” o “legalidad excepcional” que sustituye la legalidad ordinaria. De acuerdo el jurista español Pedro Cruz Villalón, la constitucionalización de situaciones de crisis responde a una serie de defensas excepcionales al orden constitucional como respuesta a las acciones desestabilizadoras “ad intra” o “ad extra”.
En el caso de la Constitución dominicana, el artículo 262 prescribe que, “se consideran estados de excepción aquellas situaciones extraordinarias que afectan gravemente la seguridad de la Nación, de las instituciones y de las personas frente a las cuales resultan insuficientes las facultades ordinarias”.
Es entonces cuando, al tenor del mismo artículo, el Presidente de la República, con la autorización del Congreso Nacional, podrá declarar los estados de excepción en sus tres modalidades: Estado de Defensa, Estado de Conmoción Interior y Estado de Emergencia.
La explicación y justificación del último de estos estados constitucionales está estrechamente relacionada con la necesidad de conjurar eventualidades que perturben en forma grave e inminente el orden económico, social y medioambiental, o que constituyan calamidad pública.
Una de las primeras observaciones que cabría formular en cuanto a la manera como la Constitución dominicana regula el Estado de Emergencia es que el constituyente fue muy parco respecto del espacio concedido al Presidente para responder extraordinariamente a contingencias de orden económico, social y medioambiental.
En esta tipología de estado de excepción, la Constitución sólo autoriza la suspensión de los derechos de libertad y seguridad personal, debido proceso, tránsito, libertad de asociación y reunión, libre expresión y derecho a la intimidad.
Ninguna referencia hace la Constitución a los derechos económicos. La propiedad privada y la libre empresa son intangibles para el Poder Ejecutivo; de modo que no podría disponer medidas extraordinarias destinadas a pedir anticipos de tributos o reorganizar las partidas presupuestarias de la Ley de Gastos Públicos pretextando el Estado de Emergencia.
Esta falencia viene dada por el hecho de que la Constitución siguió el modelo de regular por disposiciones comunes los estados de Conmoción Interior y de Emergencia, cuando ambas “anormalidades constitucionales” tienen objetos distintos. Mientras el Estado de Emergencia procura responder a contingencias fácticas económicas y sociales, el Estado de Conmoción Interior es una energética reacción a graves perturbaciones del orden público que atenten de manera inminente contra la estabilidad institucional y la seguridad del Estado.
Lo contrario acontece con la Constitución española que hizo una gradación de las situaciones excepcionales en las que el Estado puede perfectamente morigerar su intervención durante el Estado de Sitio (Conmoción Interior) y el “estado menor” de Alarma (Emergencia).
A nuestro juicio, esta mancomunidad normativa ha tenido como consecuencia que la Constitución dominicana deje vacío, en el plano económico, el Estado de Emergencia frente a contingencias catastróficas medioambientales, de salud pública o de crisis económica.
Bien pudo la Constitución prever una disposición similar a la de la Carta Política chilena, que en su artículo 41.5 previó que durante el Estado de Emergencia el Presidente de la República podrá disponer requisiciones de bienes, establecer limitaciones al derecho de propiedad y adoptar todas las medidas extraordinarias de carácter administrativas que estime necesarias.
Igualmente, la Constitución ecuatoriana consigna en su artículo 180 que el Estado de Emergencia faculta al Presidente para decretar la recaudación anticipada de impuestos y más contribuciones, así como reorientar los fondos públicos destinados a otros fines, con la sola excepción de la salud y la educación.
Las urgencias económicas que ha planteado la actual emergencia nos ha llevado a explorar las posibilidades de usar parte de los ahorros destinados al sistema previsional para dar respuesta a los estragos económicos del Covid-19. Empero, la potestad reglamentaria ordinaria del Poder Ejecutivo no alcanza a tocar materias tan sensibles como el régimen tributario (artículo 243 constitucional) o los fondos de pensiones, regulados por la Ley 87-01.
Algunos remedios han venido dados por textos legales preconstitucionales que de forma subsidiaria complementan la regulación constitucional del Estado de Emergencia, como la disposición del artículo 33.b de la Ley 183-02, Monetaria y Financiera, que le permite al gobierno central acceder al crédito del Banco Central cuando dicho estado ha sido declarado por ley.
No obstante, es menester tener en cuenta que esta “válvula financiera” tiene el inconveniente de que la Ley 21-18, que regula los Estados de Excepción, instituye un trámite congresional por resolución para habilitar al Presidente a declarar el Estado de Emergencia, con lo cual se abre la interrogante de si se cumple el presupuesto normativo de una ley formal para acceder al financiamiento del Banco Central.
En nuestro país, pudiéramos abrir un debate sobre los alcances del principio de subsidiaridad durante los Estados de Emergencia en una economía social de mercado. En tal sentido dispone el artículo 219 constitucional que, “bajo el principio de subsidiaridad el Estado, por cuenta propia o en asociación con el sector privado y solidario, puede ejercer la actividad empresarial con el fin de asegurar el acceso de la población a bienes y servicios básicos y promover la economía nacional”.