Abrir un registro histórico para buscar líneas, imágenes y cadáveres, implica un trabajo y una búsqueda de huellas, rastros, rostros, pisadas, vidas marcadas y muertes; voces que resuenan desde los cuerpos narrados, fragmentados, podridos, deshechos, tachados, amarrados, destrozados por la mano de un poder visible, constituido por una dictadura que quiso normalizar al Otro desde un Yo construido por el ideal nacional de un Estado totalitario, determinado por los llamados hilos de una consciencia nacional a veces turbulenta, a veces moribunda,  otras veces opaca, muchas veces rota.

Se trata de un camino histórico asumido por la idea de progreso y prosperidad, dos palabras que en el léxico político hispanoamericano y, particularmente caribeño, han engendrado las peores injusticias y los más terribles hundimientos de un cuerpo social que cada vez sangra, entra en crisis y estanca políticamente toda cardinal de transformación y acción del trazado histórico y económico de un país, de nuestros países.

La novela de Christian Paniagua titulada Los días del Perejil, (Ed. Manatí, Santo Domingo, 2008, 351 páginas), recoge una memoria real y fantástica que en sus líneas temáticas, imaginarias y testimoniales, alcanza un marco histórico-referencial que dialoga a su vez con el presente histórico del país, en base a una pluriacentuación donde se acepta el diálogo memorial y las voces que hablan  desde la vida y desde la muerte.

El autor de Los días del perejil reúne las voces de una memoria presentificada a través de sus personajes: Carlos Granda, Miguel Campos, Damián Jiménez, Bonaparte Gautreaux, la viejita Virtudes, María Cabral, Trujillo, Alcides Brea Arias, Demetrio, Euclides, Francine Lauroret, Zorrilla y otros.

En el trazado novelesco, argumento, función narrativa y tratamiento del tema, confluyen en la cardinal propia del mensaje. Se trata de una novela que discurre entre la historia, la ficción y el testimonio. Estos tres momentos se convierten en movimiento, cordaje de relato y estructura imaginaria. Lo que nos quiere decir Christian Paniagua en Los días del perejil es que la historia de la República Dominicana, a partir de 1930, es la historia de una mirada social y una quiebra política. Desde 1937 hasta hoy la narración de lo político se ha desprendido de las voces comprometidas de la sociedad y sus fuerzas en conflicto.

El tejido mismo de esta novela alude no sólo a la matanza de 1937, sino a sus testigos y a sus voces. Se trata de una historia de la muerte en la frontera y de una historia contada por testigos y protagonistas que en sus acciones traducen bordes y centros  etnopolíticos.

A través de las voces de Carlos Granda y Miguel Campos, se recupera una tertulia que es un diálogo interrumpido y que encontramos en el espacio cuasi-iniciático de la librería “La Trinitaria” y sus actores.

Christian Paniagua narra lo vivido, lo advertido, lo soñado y ocurrido como borde-centro y como “lo imaginado” desde aquel eje de base de su novela. Pero el autor es también un ente volátil, aviador-piloto, perseguidor de detalles de la vida cotidiana de una zona colonial poblada de fantasmas, cuerpos, sombras y espíritus que cada día le dan forma a su relato y a la vez lo construyen como visión, historia y propósito de relato.

Los acentos de la historia-novela producen en tiempo y espacio la suspensión y a la vez el movimiento de la memoria novelesca. Mirada y huella traducen profundidad y superficie desde aquello que recuerda y hace evocar al “yo dividido” del narrador.

Así las cosas, la voz narra su objeto desde algunos ejes del testimonio:

“Carlos Granda y Miguel Campos se fueron a España un día, cada uno por su lado. El primero de retirada y Miguel de pasada, para darse un baño de prestancia agotando horas muertas entre las riadas de aquellas librerías de Madrid que huelen a carcoma y a sobaco de intelectuales. Allí se refugia él siempre que viaja a Europa, acariciando libros viejos con el cuidado de quien carga a un recién nacido…” (Op. cit., p. 30)

El parecido de Miguel Campos y Carlos Granda mueve a entender dos líneas de fuerza de un tiempo del testimonio que surge desde el imaginario visible y sensible de un tiempo del testimonio que surge desde el imaginario sensible del autor implicado como narrador e interpretante del relato novelesco. Pero, ¿qué es lo que hace el autor-narrador como fabulador y creador de historias? En la página 42 el autor define uno de los ejes principales de su poética narrativa:

“Trato de ser un simple cazador de historietas, mi amor!, dije, disuasivo, buscando zafarme de la mirada recelosa de mi esposa que otra vez cuestionaba las cuatro o cinco horas de tiempo perdido semanalmente que dedico a la tertulia y que hay veces me cuesta justificar. “¡ES casi media noche y la librería cierra a las seis de la tarde. Apuesto a que te fuiste con Miguel y el otro, el cirujano loco; cortejar putas en el Paseo del Conde ¿ah?…” (p. 42)

La historia que nos narra Christian Paniagua alcanza su valor imaginario y narrativo cuando la misma se inscribe en un tiempo-secuencia y en una secuencia-cardinal que sugiere los mismos hechos narrados como acontecimientos y líneas argumentales o accionales difusas, pero que confluyen en los ejes temáticos y expresivos elegidos por el autor-narrador de base.

Lo importante es que al narrar las historias de la dictadura a través de las voces y hechos de los personajes, Paniagua alegoriza tiempo y personaje a partir de una crítica afinada desde el relato y sus líneas de base. La poética de lo narrativo como verosimilitud se ensancha en el eje de base y la huella del presente-pasado:

“El tiempo pasó sobre la gente despacio. Yo no lo percibí porque apenas disponía de espacio para calcular; nada de sentarme como observador, potro brioso, saltaba de un lugar a otro… A la par la República despertaba de un letargo tras superar tres décadas hipotecada a los caprichos enfermos del tirano y los que navegaron bajo la cúpula de sus apellidos o su adulación” (p. 85).

La novela marca en su cordaje los ritmos de una alteridad histórica presente hasta hoy en el país:

“Con la caída afloró la alegría, pero también lloraron cientos de bastardos nacidos de las constantes violaciones del benefactor de amantes llevadas al serrallo por el hombre o la perfidia. En el aire denso de una política violentada se respiraban aún residuos de leyes dictadas con saña por el tirano y los que le sucedieron al trono. . .” (Ibídem.)

La voz crítica del narrador y la voz autorial narran también los efectos de la dictadura de Trujillo en la postdictadura:

“Todavía los guardias se aferraban intransigentes a sus leoninas creencias de disponer como les viniera en ganas de las libertades ciudadanas. No era extraño ver a los militares de la postdictadura pasearse altaneros por las avenidas haciendo registros variados mientras exhibían sus fusiles adornados en la culata con retratos del presidente de turno”. (Ibídem, loc. cit.)