La Ley General de Educación que consigna al sector preuniversitario el 4% del PIB ha sido, sin duda alguna, la victoria de opinión pública más importante de las últimas décadas y fue resultado de un gran pacto nacional, que involucró al Gobierno, partidos políticos, organizaciones empresariales, gremios profesionales, federaciones sindicales, las iglesias y el resto de la sociedad civil. Nadie puede negar que el resultado de esa extraordinaria conjunción de voluntades ha sido de enorme beneficio para el país y que como resultado de ello en el corto o mediano plazo comenzaremos a ver los extraordinarios avances en materia educativa que tanto hemos anhelado, para el crecimiento de la productividad y el mejoramiento de la calidad de vida de la población, especialmente los de más bajos niveles de ingreso.
La nación tiene ante sí muchos otros desafíos inaplazables. Dos de ellos, los más apremiantes, se refieren al negocio eléctrico y al sistema impositivo. Sin una estructura energética fiable, moderna, de calidad mundial y de precios competitivos, nuestras posibilidades de acceso a los mercados más exigentes y prometedores se irán reduciendo en la medida en que quedemos rezagados del resto de nuestros pares en el resto del mundo. Sin un sistema tributario justo, con un nivel mínimo de inequidades y de evasión, que genere los recursos necesarios para atender las prioridades y las necesidades crecientes de la nación, nos empobreceremos con grave secuela de inestabilidad política y social.
Si en el ámbito de la educación hemos sido exitosos en la comunión de voluntades sin una claudicación de principios, preservando las diferencias que caracterizan nuestra peculiar práctica democrática ¿por qué no podemos encarar los desafíos restantes a través de acuerdos similares? ¿O se prefiere acaso dejarlos a una acción unilateral? No hay más opciones ni tampoco mucho tiempo.