Quien observe por vez primera la colección de leyes y decretos de la República Dominicana, mostrará justificada sorpresa al apreciar decretos del Poder Ejecutivo y decretos del Poder Legislativo. En la actualidad nadie duda que la atribución de emitir decretos es exclusiva del presidente de la República y bien se sabe que estos son actos que, en caso de ser normativos, ostentan un rango inferior a la ley. Sin embargo, durante gran parte de nuestra historia, a partir de la propia Constitución de 1844, se atribuyó la emisión de tales actos normativos también al Congreso Nacional.

En el léxico jurídico de la República Dominicana, un decreto es un acto administrativo emitido por el presidente en virtud de las atribuciones que le otorga la Constitución (la vigente lo hace en su artículo 128). Es usualmente el instrumento para materializar la facultad reglamentaria del Poder Ejecutivo y otras múltiples actuaciones –no estrictamente normativas–, desde la designación de sus funcionarios hasta la declaración de utilidad pública de un bien inmueble o la expresión de interés del Estado en la realización de una actividad determinada.

En la Constitución de San Cristóbal, esta facultad de emitir decretos le era también concedida al Congreso Nacional. Sobre las facultades legislativas, la Ley de Leyes normaba directamente la actuación del Tribunado y el Consejo Conservador a los que llamaba Cuerpos Colegisladores. Sin embargo, al referirse al Congreso Nacional en su conjunto, disponía en su artículo 94 que entre sus atribuciones estaba: (4to) decretar lo concerniente para la administración, fructificación, conservación y enajenación de los bines nacionales; (6to) decretar el establecimiento de un banco nacional; (9no) decretar la creación y supresión de los empleados públicos no fijados por la Constitución; y señalar los sueldos, disminuirlos y aumentarlos; (11vo) decretar la guerra ofensiva en vista de los motivos que le presente el Poder Ejecutivo, y requerirlo para que negocie la paz cuando fuese necesario; (14vo) decretar la extinción de censos perpetuos, mayorazgos, vinculaciones y capellanías, a fin de que para siempre desaparezca todo feudo.

Podría pensarse, por la redacción usada por el Constituyente, que ciertas materias debían ser abordadas por el legislador mediante leyes y otras mediante decretos. Sin embargo, es oportuno destacar que la Constitución no estableció ninguna distinción entre el alcance normativo de una y otra figura, lo que justificaría la tesis de que se trataba simplemente de una elección semántica sin consecuencias jurídicas determinantes. Esta postura toma todavía más relevancia cuando se lee, en el texto de la Constitución de febrero de 1854, que al abordar las atribuciones del Congreso Nacional el artículo 68 establece: además de decretar la legislación civil y criminal, y cuando sea necesario al bienestar de la Nación, son atribuciones del Congreso (…). Además de algunas de las señaladas en la primera Constitución, otras materias son agregadas para ser tratadas por decretos, como lo relativo a la inmigración y naturalización de extranjeros, pero la redacción del artículo 68 parece acentuar el criterio de que la expresión decretar no apuntaba a una cuestión jerárquica.

Con algunas variaciones sobre las materias expresamente señaladas, se mantuvo una formulación muy similar en las constituciones de diciembre de 1854 (artículo 26), febrero de 1858 (artículo 58), noviembre de 1865 (artículo 51), septiembre de 1866 (artículo 39),  septiembre de 1872 (artículo 26), marzo de 1874 (artículo 40), marzo de 1875 (artículo 40), mayo de 1877 (artículo 23), mayo de 1878 (artículo 37), febrero de 1879 (artículo 38), mayo de 1880 (artículo 25), noviembre de 1881 (artículo 25), noviembre de 1887 (artículo 25) y junio de 1896 (artículo 25).

En algunos de los casos citados en el párrafo anterior, la Constitución llegó a enumerar hasta 15 escenarios diferenciados en los que correspondía al Congreso Nacional emitir decretos, como ocurrió en 1881 y, casi de forma idéntica, en las subsiguientes de 1887 y 1896. Sin embargo, estos escenarios merman con la llegada del siglo XX: en las primeras dos constituciones se reducen por lo menos a la mitad estas atribuciones. En la Constitución promulgada el 14 de junio de 1907 se otorga al Congreso la facultad de decretar en estado de acusación a ciertos funcionarios públicos, así como la legislación civil y criminal, lo relacionado a los bienes nacionales, la contratación de empréstitos, la guerra y el estado de sitio. Este listado se reduce aun más en la importante reforma del 22 de febrero de 1908. En esta solo 6 escenarios son previstos para los decretos del Congreso Nacional en su artículo 35: el estado de sitio, lo relativo a la inmigración, formación del catastro de los bienes nacionales, la creación de las escuelas de agronomía y el traslado de las cámaras legislativas por causas de fuerza mayor y la reforma constitucional.

Más tarde, ya en la Tercera República, las reformas constitucionales logradas en las fechas 13 de junio de 1924, 15 de junio de 1927, 9 de enero y 20 de julio de 1929, así como 9 de junio de 1934, concebían que el Congreso Nacional decretase –únicamente– el traslado de las Cámaras Legislativas fuera de la capital de la República por causas justificadas, así como la propia reforma constitucional. Esta última facultad fue omitida en la Constitución del 10 de enero de 1942. Esa estructura normativa (que solo concebía que el Congreso Nacional emitiese “decretos” para el traslado de las Cámaras Legislativas) se mantuvo desde entonces hasta 2002.

Es bueno anotar que en la reforma constitucional de fecha 29 de diciembre de 1961, el Consejo de Estado adoptó las funciones tanto del Legislativo como del Ejecutivo. Esta postura fue reiterada en la reforma constitucional de fecha 16 de septiembre de 1962, (véanse en una y otra, respectivamente, los artículos 116 y 117).

Finalmente, en el marco de la reforma constitucional de 2010, el Constituyente utilizó el verbo “decidir” en vez de “decretar” para referirse a la facultad de trasladar las cámaras legislativas por fuerza mayor o causas debidamente motivadas. Con esta redacción (que no cambia en la reforma constitucional de 2015) desaparece del todo esta curiosa facultad.