“… cuanto más rica sea la comunidad… más obvios y atroces los defectos del sistema económico.”

John M. Keynes

John Maynard Keynes (1883-1946), el eminente economista inglés, revolucionó la ciencia económica contemporánea al punto de que todavía hoy no se fijan con precisión las implicaciones de su crítica. Demostró que el sistema de mercado –el capitalismo- no se autorregula, es decir, no recupera automáticamente el equilibrio luego de ser desplazado de un equilibrio anterior. Aún más, genera autógenamente –es decir, por sí mismo- fuerzas que lo llevan a un “equilibrio del desequilibrio”, esto es, a un equilibrio con desempleo. Es un desequilibrio por cuanto existe desempleo, es decir, la oferta de trabajo es mayor que su demanda. A la inversa, es un equilibrio por cuanto no existe tendencia al cambio. Para la teoría convencional todo desequilibrio desata fuerzas que mueven el sistema hacia un nuevo equilibrio, desequilibrio y reposo no son compatibles.

La razón para que el sistema se acomode en una posición de empleo menor al total, para que exista desempleo de manera “habitual”, es la incertidumbre que padecen los empresarios de lo que será el consumo en el futuro. Un elemento obvio que de repente se olvida: son los empresarios quienes otorgan el empleo, la fuente de la demanda de trabajo. Los empresarios no conocen el futuro con ninguna precisión, particularmente no saben qué va a comprar cada quien en cada segmento del porvenir. Siendo así, se tienen que guiar por sus expectativas. Saben que cada perceptor de ingresos sólo gasta en consumo parte de su ingreso corriente, el resto lo ahorra. El juego consiste en suplir exactamente esa demanda, no menos puesto que pierden ingreso, no más puesto que significaría producción no vendida. Al decidir su producción pueden guiarse de lo que ha sido el consumo en el pasado, pero esto no es garantía de lo que será el consumo en el futuro. Si disminuye el ingreso general, el consumo caerá proporcionalmente. Por otro lado, unos productos desplazan a otros en la preferencia del público, hay nuevos entrantes al mercado y empresas que quiebran: el mercado capitalista es una permanente batalla por cada peso de cada consumidor.

Una confusión de términos que destaca Keynes: el perceptor de ingresos gasta en consumo una parte de éste, la otra la ahorra. Es decir, desde el ángulo de las fuentes consumo + ahorro = ingreso. Esta identidad no admite objeciones salvo el tiempo en el que se verifica: si versa sobre el ingreso corriente es una identidad contable, si sobre el ingreso futuro es una condición de equilibrio.

La gente dice coloquialmente que “invierte” parte de sus ingresos queriendo decir que ahorra dicha parte. Taxativamente la inversión consiste en la compra de bienes de capital de nueva creación. Consecuentemente invierten las empresas, las unidades productivas, no los individuos. Aún la compra de bonos y otros instrumentos financieros, la misma compra de acciones no es inversión en la medida en que no tienen una traducción obvia en la compra de bienes de capital nuevos.

Otro tema en que la sabiduría convencional ha contribuido a oscurecer más que a organizar el pensamiento es la relación entre consumo e inversión. Los trata como entidades separadas, más bien excluyentes: peso que se gasta en consumo, peso que se le retira a la inversión, y viceversa. Es decir, una perspectiva contable cuando de lo que se trata es de la consistencia de las decisiones empresariales en función de sus expectativas. Como en una clase de primaria, si tenemos diez manzanas y damos cinco a Juan y cinco a Pedro, es totalmente obvio que para dar una manzana adicional a Juan tenemos que quitársela a Pedro, o al revés si queremos hacer lo contrario. El supuesto crítico es que tenemos diez manzanas, ni una más, ni una menos. Sin embargo, en el problema de consistencia de las decisiones empresariales, el ingreso no está fijo, fijarlo es justamente el problema. La perspectiva micro (y contable) no es adecuada.

Todavía más, ¿qué es un bien de capital (o de inversión)? Una sierra, una prensa, una fresadora, un conveyer, son bienes que no tienen una utilización económica directa, no pueden ser consumidos como una manzana, un pantalón o un carro. Sirven, eso sí, para producir otros bienes, bienes de consumo u otro bienes de capital.  En otras palabras, los bienes de capital son bienes de consumo potenciales. De hecho, si se usan bienes de capital para la producción de bienes de consumo es por un asunto de productividad, de que los primeros potencian la obtención de estos últimos.

Entonces, lejos de estar desvinculados y ser aplicaciones excluyentes de un mismo ingreso, inversión y consumo son dos formas de lo mismo, la inversión es la forma potencial del consumo. De donde se deduce que si no hay consumo no puede haber inversión justamente porque el consumo es el propósito de la inversión. De aquí que Keynes localice el defecto de consumo (la falta de consumo) como la característica relevante del equilibrio de desempleo, y aumentar el consumo como la obvia solución.

Aumentar el consumo: está abierta la cancha para la “intervención” del Estado. Dice: “El Estado tendrá que ejercer una influencia orientadora sobre la propensión a consumir, a través de su sistema de impuestos, fijando la tasa de interés y, quizás, por otros medios… una socialización bastante completa de las inversiones será el único medio de aproximarse a la ocupación plena…” Si el Estado encarece el ahorro mediante el sistema de impuestos o disminuye la tasa de interés, estará paralelamente induciendo un consumo mayor.

De nuevo se enfrenta a la sabiduría convencional: setenta años después todavía hay economistas que “le recuerdan” que “sin ahorro no hay inversión”, el enfoque estático del equilibrio ahorro-inversión en que se regodean los neo-neoclásicos, en particular ofertistas y monetaristas. Por supuesto, se trata simplemente de defender intereses: el “ahorro” se acumula de forma vegetativa en un solo lado de la sociedad económica, la cúspide de la pirámide del ingreso. Defender “el ahorro” es defender las grandes fortunas. Dicho sea de pasada, hay quienes albergan la idea fantástica de un capitalismo con un consumo “racional”.  Nada más absurdo. Como lo pongo en otro lugar, “el capitalismo no sólo es consumista (esto es lo mismo que decir que el desierto es cálido), sino que un capitalismo exitoso debe ser consumista a un ritmo creciente; un capitalismo exitoso es un sistema económico voluptuoso.”

Entonces, para recuperar el pleno empleo y la senda del crecimiento hay que gastar, el Estado tiene que gastar. La clase política se frota las manos. Gastar, ¿en qué? En cualquier cosa, no importa. Hay que admitir que Keynes dio pie a este dislate en su afamado pasaje sobre enterrar dinero en minas abandonadas y dejar que la iniciativa privada lo desenterrara, “… es mejor que no hacer nada.” La cosa, sin embargo, no es tan simple.

En la medida en que la demanda efectiva pueda aumentar, el ingreso –y con él el empleo- será mayor. Ahora bien, esto será posible si el Estado logra inducir un consumo privado mayor o un consumo público mayor de un producto público que ha aumentado. En otras palabras, el Estado bien: a) extrae ingreso del sector privado mediante impuestos y lo gasta como consumo público o, para el caso, como gasto público de capital; b) genera ingreso por sí mismo –con todas las dificultades que esto implica en un ambiente mínimamente competitivo- y gasta parte o la totalidad de este ingreso público. Este último caso es muy poco probable por la comprobada incapacidad productiva del Estado, y el primer caso es simple redistribución del ingreso, que no aporta mucho al aumento de dicho ingreso.

Quisiera uno ver estas precisiones –de no poca importancia, vale aclarar- reflejadas en la contabilidad nacional. Ahora el problema no es la exactitud de la medición sino la concepción del hecho. Por ejemplo, cuando un individuo compra cigarrillos aumenta el PIB en la parte correspondiente al valor agregado. Nuestro consumidor disfruta su “placer, genial, sensual…” Si desarrolla cáncer, tendrá que ir al médico, gastar en cantidad de análisis e imágenes, hospitales, operaciones, etc. Todo esto también aumenta el PIB “en salud” pues nuestro paciente ciertamente está recibiendo toda una batería de servicios médicos. Pero, ¿no hay como un más y un menos aquí mezclados? De casos como éste está plagada la contabilidad nacional pero todos aplaudimos como borregos cuando nos dan la “grata” noticia de que creció 2, 3 o 5 por ciento. El PIB debía tener y mantener una relación proporcional estable con el nivel de utilidad o bienestar de la sociedad. Como está son sólo números para la propaganda.

Las cuentas públicas son todavía más engañosas. Digamos que el “costo” de un puente fue de $100 millones pero que la utilidad del puente que real y efectivamente se construyó es sólo de $10 millones. Por supuesto, el resto -$90 millones- se evaporó en “indelicadezas”. ¿Qué pasa? Esto es exactamente la traducción económica de la corrupción, tema que tanto evaden los economistas oficiales entre los que incluyo a los de los “organismos internacionales”. La utilidad social –que es de lo que se trata- sólo ha aumentado en $10 millones y la riqueza del “indelicado” en $90 millones, pero igual se registra como un aumento de $100 millones en el PIB del sector “gobierno”. Por cuentas así es que nos quedamos bizcos, un ojo mirando los números y el otro las “obras” y el cerebro tratando de entender la enorme diferencia.

El criterio privado en el consumo o en la producción asegura el alineamiento del valor en sus distintas transformaciones. Cuando damos $35 por un refresco es porque estamos conformes con esa equivalencia. De igual manera, un empresario privado no compra un equipo para ganarse una comisión. Al final, una empresa es una entidad generadora de ingreso y vale lo que es su capacidad de generar ingreso, no lo que se haya invertido en ella. El sector público es otro mundo pero nadie se da por enterado. Cada año se gastan millones de millones y es muy poco lo que queda. Por eso, deje de leer estadísticas y dese una vuelta para que vea. Cuente con los ojos de la cara y luego me cuenta.