La religión no ocupó un papel destacado en el circo político que fue la campaña electoral estadounidense y no figura como variable explicativa relevante en la mayoría de los análisis que buscan dar cuenta del triunfo electoral de Trump. Los datos demográficos apoyan la tesis de que el candidato republicano ganó la presidencia sobre todo gracias al descontento de la población blanca de bajo nivel educativo, excluida de la prosperidad económica por las políticas pro-corporativistas que rigen la globalización neoliberal. Al igual que en muchos países europeos, el racismo y la xenofobia que caracterizan a amplios sectores de la sociedad estadounidense la hizo presa fácil del demagogo fascistoide que tan hábilmente manipuló sus temores, sus prejuicios y su ignorancia política.

Vale la pena, sin embargo, revisar con más detalle el rol de la religión en el triunfo de Trump, sobre todo por la centralidad que han tenido los sectores religiosos conservadores en la coalición electoral republicana desde los años 80. Veamos las cifras (1): los evangélicos blancos estadounidenses, que representan el 26 porciento del electorado, votaron masivamente por Trump, quien obtuvo el 81% de sus votos, un porcentaje mayor que el logrado por los candidatos presidenciales republicanos en las elecciones del 2012 (78%) y del 2008 (74%).

Algo similar ocurrió con los católicos blancos, de los cuales el 60% votó por Trump contra el 37% por Hillary, una proporción que también supera la recibida por los republicanos en las dos últimas elecciones. Los hispanos, cuyo peso dentro del catolicismo estadounidense ha crecido de manera sostenida en las últimas décadas hasta alcanzar el 34% en la actualidad, favorecieron mayoritariamente a Hillary (67% a 26%), lo que no fue suficiente para contrarrestar el voto de los blancos.

En otras palabras, la mayoría de católicos blancos dio una bofetada a sus correligionarios hispanos, votando por un candidato virulentamente anti-hispano y anti-inmigrante, dos grupos mayoritariamente católicos que además son los únicos sectores de la feligresía que ha crecido en las últimas décadas. En efecto, el número de católicos blancos, sobre todo jóvenes, que ha abandonado la Iglesia ha sido tan grande que los ex católicos ahora representan la tercera “denominación” religiosa más grande de los EEUU, con un 15% de la población total. Sin el influjo de los migrantes hispanos, la crisis que afecta a la Iglesia católica estadounidense sería mucho peor, tomando en cuenta que a pesar del incremento de la feligresía hispana, el porcentaje de católicos dentro de la población general sigue cayendo (pasó del 27% en el 2008 al 23% en el 2016).

¿Cómo explicar que tanto los católicos como los evangélicos hayan votado con tanto entusiasmo por un candidato que representa la antítesis de los valores religiosos que ellos dicen apoyar? ¿Por un candidato que nunca va a la iglesia, va por su tercer matrimonio, se ha jactado públicamente de sus adulterios, ha ganado millones con el negocio de los casinos, se ha evidenciado a sí mismo como un agresor sexual, es un mentiroso consumado, etc.?

La respuesta hay que buscarla en la obsesión anti-aborto de la derecha religiosa estadounidense, a la que ahora se suma el backlash contra el matrimonio igualitario y otras conquistas LGTB. La Conferencia de Obispos Católicos de EEUU ha jugado un papel estelar en la exacerbación de este rechazo con su narrativa inventada sobre la restricción de las libertades religiosas bajo los gobiernos de Obama. En particular, los obispos urdieron una trama fantasiosa en torno a la cobertura anticonceptiva de las aseguradoras de salud bajo Obamacare, que según ellos violenta el derecho “religioso” de los hospitales, escuelas y otras instituciones católicas con fines de lucro a negar acceso anticonceptivo a sus empleados. Las acusaciones de los obispos continuaron aún después de que la administración de Obama tratara de complacerlos modificando la norma para que la obligación de la entidad católica se limitara a notificar a la aseguradora que, por razones de conciencia, ellos no proveerían el servicio, a fin de que la aseguradora lo pudiera proporcionar por otra vía.

Aún así, los obispos católicos y los líderes evangélicos se pasaron los últimos años machaconamente denunciando la supuesta hostilidad de Obama y del Partido Demócrata a “la libertad religiosa” (léase: al supuesto derecho de los extremistas religiosos a violar impunemente la ley e imponerle sus creencias al resto de la población). Para dimensionar la intensidad de la obsesión religiosa anti-aborto basta recordar al director del grupo “Sacerdotes por la Vida”, que dos días antes de las elecciones colocó un feto abortado sobre el altar en medio de la misa y lo transmitió en vivo por YouTube, mientras apelaba a los católicos para que votaran por Trump. Para el fanatismo religioso ningún problema es más acuciante, ninguna amenaza más temible, ningún pecado más pavoroso que el aborto y la homosexualidad.

Como era de esperarse, Trump les prometió exactamente lo que ellos querían escuchar: que solo designará ultraderechistas para llenar las vacantes de la Suprema Corte, con miras a conformar un tribunal que eventualmente revierta el reconocimiento del derecho al aborto y al matrimonio igualitario. Les prometió, en general, un retorno a la época de Bush hijo en materia de educación sexual escolar, negación de derechos reproductivos a las mujeres y desconocimiento de los derechos LGBT, tanto en los Estados Unidos como a nivel global. Con el triunfo de Trump hay que esperar que los EEUU vuelvan a liderar la coalición internacional de países contra los derechos sexuales y reproductivos, compuesta por fundamentalistas islámicos, dictadores africanos, uno que otro adulón latinoamericano, Malta, Filipinas y el Vaticano.

Es difícil establecer con precisión el papel jugado por el voto religioso en el triunfo electoral de Trump, dado que muchos de los evangélicos y católicos blancos que abrumadoramente lo apoyaron lo hicieron también por las razones económicas, raciales y hasta misóginas que motivaron a la mayoría de sus seguidores. De lo que no hay duda es que, en estas elecciones, la gente que presume de estar más cerca de Dios, de tener el mayor sentido ético y de amar más a su prójimo fue justamente la que votó con mayor entusiasmo al energúmeno que representa lo peor, no sólo de la política, sino de la especie humana. No hay excusa que valga. 

(1) Todas las estadísticas citadas proceden de PEW Research, particularmente de: Gregory A. Smith and Jessica Martínez, “How the faithful voted: A preliminary 2016 analysis”. Pew Research Center, November 9, 2016 http://www.pewresearch.org/fact-tank/2016/11/09/how-the-faithful-voted-a-preliminary-2016-analysis/