Después de la misteriosa recuperación de la salud de Eladio Alvarado, a todos los que contemplaron su agonía y escucharon los estruendosos signos de su dolor, no les quedó la más mínima duda de la veracidad de la frase popular que reza: “El Diablo cuando quiere coco lo tumba”.
Desde que tuvo uso de razón y fuerza para el trabajo, Eladio Alvarado se dedicó a la tumba y venta de cocos. Para la comercialización de dichos frutos utilizaba una deteriorada carretilla que arrastraba por su bario y los alrededores de la ciudad. Lo hacía de forma lastimera, porque era de una constitución física muy precaria, y para colmo, siempre andaba sumergido en el alcohol. Además, cargaba con el peso de una frustración corrosiva, no solo por sus eternas y agudas carencias materiales, sino, principalmente, por una irreconciliable inconformidad con sus labores. No había un solo día en que no maldijera innúmeras veces su “maldito trabajo”. Cantaleteaba hasta el hartazgo de quienes le conocían que no podía haber una desgracia mayor para un hombre que tener que mantener una familia trepándose a matas de cocos, y después tener que salir casi a rogar para que le compren esos frutos.
Eladio Alvarado siempre decía admirar a otros carretilleros que ofrendaban sus pellejos al sol cargando materiales de construcción, vendiendo frutas y vegetales, o recogiendo y comercializando botellas. Sin embargo, siempre encontraba todas las justificaciones inimaginables para no abandonar su actividad productiva, a pesar de las ideas que algunos les proporcionaban y de las ofertas de apoyo económico por parte de unos cuantos clientes para que cambiara lo que él entendía su humillante modo de ganarse la vida.
Crucita, su mujer, lo sermoneaba constantemente, que Dios te va a castigar, Eladio, por tu pecado de inconformidad, además, de nada te servirá cambiar de trabajo y ganar más dinero si a mí y a los muchachos apenas nos tocan algunas migajas de tu esfuerzo, que la mayor parte se la lleva el aguardiente y la lotería.
Una desnutrición crónica, sumada a sus persistencias alcohólicas y a sus disgustos patológicos, fueron mermando aceleradamente el hígado y los riñones del hombre, al punto de que el día en que don Clemente Abreu (a quien Eladio odiaba porque porque siempre le había dado a ganar ni un peso, porque siempre le vendía los cocos a otros) lo mandó llamar para que le tumbara y vendiera los cocos del patio de su casa, ni siquiera pudo subirse a las matas.
En ese momento, ante su incapacidad de desprender los cocos que le parecían los más hermosos de cuantos había contemplado a lo largo de su dilatado quehacer, lo sobrecogió el pensamiento de que solo un milagro permitiría que volviera a escalar otros de aquellos árboles. Así que tuvo que enfrentarse a la humillación de tener que pagarle a otros para que desprendieran los frutos que él seguía vendiendo con sus consabidas molestias, a las que agregaba sus crónicos padecimiento de salud.
Alrededor de tres meses después de su frustrado empeño por cortar los cocos del patio de la casa de don Clemente Abreu, la salud de Eladio se había agravado tanto que ni siquiera podía mover su carretilla. Solo entonces se le alojó el pensamiento de que probablemente sobre la tierra no hubiera trabajo más digno que el suyo, y pidió perdón a Dios por su pecado de inconformidad, y le rogó con llorosa desesperación que curara sus dolencias, y que si lo hacía, él volvería entusiasmado y agradecido a sus labores. Ya derrotado sobre su cama de moribundo lo asaltaban constantes delirios en los que hablaba de una sed infinita que se lo iba bebiendo, y rogaba a Dios que por favor le permitiera tomar del agua de los cocos que colgaban del nutrido árbol de sus pesadillas.
Parece que Dios no quiso saciar se sed, porque esa noche (la que todos entendían la última de su existencia) sus gemidos de dolor y sus imploraciones de auxilio al Príncipe de las tinieblas deambulaban por el barrio y sus entornos.
Al día siguiente, para sorpresa de todos, Eladio Alvarado amaneció totalmente recuperado, y a la espera de que fueran a comunicarle la portentosa noticia de que en la noche recién trascurrida a don Clemente Abreu le habían robado los cocos del patio de su casa.