Nuestra experiencia de la vida es una experiencia temporal, esto es, sucede en el tiempo. No hay modo en que podamos experienciar la propia vida a no ser en y desde un marco temporal en el que ella misma se expone como inicio (el nacimiento) y como final (la muerte), se concentra en una unidad con principio-medio-fin (la completud de todo relato) y se (re)significa a partir de los simbolismos dados y (re)construidos socialmente. Estos tres elementos, siguiendo a Paul Ricoeur, caracterizan no solo la experiencia humana del tiempo, sino también el carácter narrativo de la vida humana.

Las celebraciones de estos días, con todo lo que hemos heredados y que hemos incorporado de las culturas en las distintas formas de expresión-celebración de las festividades navideñas y de año nuevo, son una muestra fehaciente del carácter narrativo de nuestra vivencia temporal de la vida humana. La vida humana no es solo un acontecer discontinuo de días o de experiencias dispares que nos suceden sin conexión alguna, sino que la vida plenamente humana es aquella vida reflexionada en términos de “conocimiento de sí” y “cuidado del alma”, como nos enseñó Sócrates y ello es posible por mediación del relato.

La realización de los rituales festivos de estos días, en el que damos culmen al viejo año y esperamos con expectativas de mejora el inicio de otro más, obedecen a ese modo antropológico en que hemos dividido nuestra experiencia temporal en ciclos conmemorativos y que incorporamos a grandes narrativas comunitarias. ¿Por qué lo hemos hecho de esta manera? Porque somos animales con un cerebro mimético y hemos imitado, desde muy temprano en la humanidad, los ciclos de renovación en la naturaleza. Como decían los antiguos, la naturaleza es nuestra madre y maestra y ella posee sus propios ciclos de transformación de lo viejo a lo nuevo. A veces el fuego es el detonante de estos ciclos de innovación, pero también lo ha sido el agua, poca o en abundancia. De la cantidad de estos elementos naturales se desprende el grado de violencia y caos en las transformaciones. A veces la misma persona voluntariamente inicia ciclos de metamorfosis y renovación de la vida, cuando suceden de modo involuntario ya es otra cosa.

En mi campo cada noche vieja llueve, como efecto del viento frío del norte se nos solía decir en mi niñez. Esta lluvia casi sagrada ha sido interpretada del mismo modo: es un signo de renovación y de certeza de que llega lo nuevo y con esta llegada se espera que ocurran cosas buenas en abundancia porque es cuando se entiende que lo nuevo es naturalmente lo bueno. Siempre esperando abundancia en lo bueno: salud, amor, unión familiar, buen porvenir, en resumidas cuentas. También el antiguo campesinado tomaba estos días para calibrar la cantidad de lluvia o sequía durante el año, las cabañuelas, y sabía perfectamente que su ilusión de un mejor mañana dependía de la buena lectura de este ciclo y de la confianza en el favor de la naturaleza. 

La comunidad se somete naturalmente a estos ciclos celebrativos de la vida, la norma social indica que hay que hacerlo y punto; por lo que es mal visto romper con el ritual de felicitaciones y buenos deseos para el año que ya inicia. Por eso no nos sorprende el festival casi electorero de felicitaciones y augurios de grandes esperanzas de la clase política, en el poder o fuera del poder. Lo que sí nos sorprende, ahora que las redes sociales son más abiertas a la comunicación, es la cantidad de opiniones críticas en las que se recuerda el accionar degradante del político durante el año y el juego perverso entre la mentira y la promesa. Enhorabuena.

Los ciclos de estos días tienen que ser los mismos, la cultura nos obliga. Las esperanzas pueden ser las mismas o variar según nuestros más íntimos deseos o nuestra visión de la vida. Seguiremos repitiendo los ciclos de renovación de la vida, pero debemos ser conscientes de que nada ocurrirá si no nos entendemos como autores y personajes de nuestro relato. El porvenir individual o colectivo no se materializará si no nos damos por entero a la acción narrativa.