Las redes han reivindicado el derecho al mal gusto y abierto un enorme espacio a la mediocridad, la que se expresa a diario y a borbotones con la soberbia y el atrevimiento propios de la ignorancia. Gente que se cree, por el hecho de haber abierto un espacio en Twitter, con la autoridad para juzgar las posiciones e ideas de terceros, como si fueran jueces y fiscales. Los Catón del siglo XXI, sin el talento de aquél militar, brillante escritor y político que hizo de  la censura un  muro de defensa de las tradiciones romanas. Entusiastas de su intolerancia e incapaces de convivir con criterios que no sean los suyos, sin estar conscientes del flaco servicio que se prestan a sí mismos.

Con todo el daño que le hacen a la convivencia democrática, esta gente parece ser feliz en la oscuridad en que se mueven. No aportan nada al debate de los problemas nacionales. Están en las redes con el solo propósito de juzgar lo que no entienden. Navegan en las aguas del más pernicioso de los radicalismos. El más improductivo. El que no se sustenta en nada. Les basta y se bastan a sí mismo con la descalificación.

Escriben sobre lo que no comprenden e intentan herir cuantas ideas se agreguen a la discusión pública de la realidad nacional. No asimilan que puedan estar errados porque esa admisión solo cabe en mentes abiertas al diálogo y esa mágica palabra está fuera de su comprensión. Es la clase de gente que contamina todo esfuerzo por llegar a entendimientos, cuando la irracionalidad los obstaculiza. Prefieren llegado el momento de la discusión, sentarse sobre la mesa y no a la mesa. Y es entonces cuando sus glúteos, al moverse, destruyen cuanto se ha puesto sobre ella.

Su único aporte es su total desconexión con la razón, lo que confirma la lamentable realidad  de cuán lejos estamos de asegurarnos una discusión seria y sana de los problemas nacionales, lo que solo será posible cuando aceptemos que podemos estar equivocados.