Han sido varías las vivencias que he tenido en los “Campos Santos” públicos de un tiempo hacia acá. Cada vez oigo las mismas expresiones a la hora de sepultar a uno de sus habitantes.
Los usuarios del Campo Santo son aquellos vivos que lo viven cada día, sean albañiles, limpiadores de tumbas y espacios, los vendedores o parqueaderos, ladrones o quien quiera que desarrolle una actividad allí.
Son varias experiencias, esperaba mejoría en la administración y la alcaldía pero siguen las mismas vivencias.
No me detendré en la inseguridad que rodea los espacios del Campo Santo, que no la hay, menos en la suciedad y desorden del mismo. Todo es una odisea compleja y difícil.
Me quiero referir al siguiente hecho que narró:
Es el momento solemne de enterrar el cadáver, prima el silencio total, el verdadero silencio sepulcral se adueña de los espacios y personas.
Sea que se vaya a enterrar en fosa o en nicho, ese silencio sepulcral es roto por una voz lejana, como si fuera planificada, que a su debido tiempo dice, voz en cuello mas o menos así: “rompan el ataúd, rómpanlo porque si no, abrirán la tumba y se lo robaran, dejando el cadáver expuesto.”
Nunca deja de sorprender y asombrar el contenido de esa advertencia, lo hayas oído una o más veces, eso es imposible de asimilar…te marca, eso se sella en la mente, y más cuando el que hace las veces de “fierro quemador” es un martillo, una mandarria o una pata de cabra. Todos esos sonidos desmembrando el ataúd, con el cadáver dentro y los dolientes alrededor es terrible. Y nadie dice nada, esa advertencia se convierte en sentencia de la cosa definitivamente juzgada.
Luego de la rotura del ataúd viene la mezcla del cemento, el agua que nunca está a tiempo y que dilata el trabajo y extiende el dolor, el raspilleo de la plana, el papel periódico y los pedazos de madera para calzar la tapa.
Todos mirando ese espectáculo, albañiles sin camisas o con precarias indumentarias, que no reparan el momento ni las personas que los observan; del dolor ni hablar, para ellos es uno más del sistema productivo que los hace vivir.
Finalmente los llantos familiares irrumpen de nuevo el aire y se dejan oír.
La retirada es incierta pues no sabes qué pasará con el ataúd y su contenido.
A Dios las gracias que mi querido amigo, recién fallecido fue llevado a un Campo Santo privado. Allí se mantuvo la solemnidad debida y la digna despedida fue sellada por la honra y no por el fierro quemador del martillo descuartizando el ataúd.
Juré nunca más enterrar o presenciar el entierro de un amigo o pariente en algún cementerio público, no mientras de mi dependa.
Sus habitantes son irrespetados, asaltados y perturbados, peor que en vida.
Sus usuarios son inhumanos.