Ver cine dominicano era como ir a una kermesse. Ahí estarían las piñatas de siempre, los rostros felices para las próximas dos horas, el irse con alguna fundita sacada como premio de consolación.
Desde hace buen tiempo la sensación es distinta. Estamos entrando a las zonas del arte: a las de la turbulencia, el riesgo, la sorpresa, las emociones, todo eso que enmarca el buen cine.
Asistir al estreno de “Los carpinteros” fue una desanudarse la garganta al instante. Lo que uno podía deducir a partir de los avances de la película se quedó corto. “Los carpinteros” ha sido una gratísima sorpresa.
José María Cabral saca sus manos de joyero. Esa vieja costumbre de uno preguntarse sobre órdenes, pertinencias de diálogos, ajustes de cámara, de sonido, se fue diluyendo en la medida en la que siempre habían cartas sacadas de la manga. El cine como arte es eso: lo inesperado, lo que te desajusta los sentidos, lo que te hace aferrarte al sillón porque de otra manera mejor estar en la zona de las rositas de maíz.
La trama parecía cuesta arriba para lo que habíamos visto en el cine dominicana. El tema de las cárceles es uno de los más usuales en el cine. Antes de un presidio dominicano tendría el director que asumir larguísimas horas con el mismo tema en Brasil, África, y aún en la cultísima Europa. Y ahí está la ganancia de “Los carpinteros”: todo suena fluido, natural, como si estuvieras realmente dentro de la escena.
El amor, la posesión, los toques del barroco tropical, la ínsula estallando dentro del óxido, lo más urticante de lo dominicano están en estas más de hora y media de filmación. “Los carpinteros” envuelve, te deja llevar por las excelentísimas actuaciones de Jean Jean, Judith Rodríguez y Ramón Emilio Candelario. Todo suena a Caribe, a islas extraviadas por el componente haitiano, a sabor de barrio bien adentro, tanto como para que todo duela: las palabras, los colores, la esquicia de Yanelly y las imágenes más de las palabras, en un borboteo siempre fluyente.
“Los carpinteros” no es necesariamente cine “nacional”. Me explico: lo étnico no borra lo artista, sino que se integra armónicamente. Cabral no busca la lección ni la doxa. Cuenta, revela, destaca, nos adentra a mundos cada vez girantes, y justamente eso es lo que es arte. Ese es el punto que convierte a “Los carpinteros” en metáfora de un lenguaje global, donde por los espacios estriados -cárcel, familia, barrio-, la esperanza de amar y ser amado es puerto-vigía.
Fascinante, tejiendo hilos invisibles con un cine que marca y es de marca, tensando los sentidos, “Los carpinteros” invitación para tiempos acentuadamente intensos.