Lapidaria es la sentencia del insigne poeta y premio Nobel, T.S. Eliot (acusado de plagiar a Shakespeare, quien a su vez hurtó a Plutarco, de quien no sabemos a quién de seguro robó), que reza: “los buenos escritores toman prestado, los grandes maestros hurtan”.
El plagio es una plaga antigua y perdurable, pues en el Antiguo Testamento hay varias historias tomadas de libros aún más vetustos. Entre las más estudiadas es la epopeya del diluvio universal y el arca utilizada para salvar a seres humanos y animales de la terrible purgación divina. El autor de la historia del arca de Noé, en su infinita sapiencia, atinó a prolongar la lluvia incesante de los seis días y sus noches en la epopeya sumeria de Gilgamesh (y las siete jornadas de tormenta en el poema babilónico de Atrahasis) a las cuarenta del diluvio hebreo, para así evitar cualquier reclamo legal de sus respectivos autores, y al mismo tiempo hacer su relato más dramático e impactante. A la memoria viene el adagio que aplica como anillo al caso bíblico: Lo importante no es la originalidad de un texto, sino su autenticidad.
Hay todo un árbol genealógico de la descendencia masculina de Noé que ha seguido en sus pasos. En el subgrupo de autores hispanos modernos-contemporáneos, la lista de acusados de plagio (y en algunos pocos casos, condenados) es impresionante, incluyendo – entre otros nombres sonoros- a: Alfredo Bryce Echenique (plagiario en serie), Pablo Neruda, Gabriel García Márquez, Camilo José Cela, Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes, Manuel Vázquez Montalbán, Mario Vargas Llosa, Arturo Pérez-Reverte… Sin embargo, son muy pocas las mujeres que han sufrido igual suerte de ser acusadas de plagiarias, fenómeno que merece un estudio aparte.
Una rápida búsqueda “googlesca” nos revela que si tomamos de muestra al gigante contemporáneo Vargas Llosa, uno de sus acusadores es el también premio Nobel portugués, Saramago, quien a su vez ha sido señalado de plagiario por el mexicano Huerta Moreno. Vargas Llosa además ha sido acusado de plagio por el periodista de origen neozelandés, Bernard Diederich, y el escritor criollo, Lipe Collado, por alegadas violaciones a sus respectivos textos sobre la muerte de Trujillo en la novela La fiesta del chivo. No hay indicios de que el ilustre novelista haya sido imputado legalmente, y mucho menos condenado por un tribunal, quedando estos episodios relegados a notas al pie de la página de la historia literaria, destacando sin duda su provocadora confesión de que: “Me gustaría plagiar a todos los escritores que admiro.”
Otro grande de la narrativa, Arturo Pérez-Reverte, también ha sido acusado de plagio en dos ocasiones. En 2013 fue finalmente condenado en apelación al pago de 212,528.94 euros por el plagio del guion para la película “Gitano”; y en la segunda ocasión (marzo 2015) empezó contraatacando a la reclamante mexicana en términos bastante rudos, para luego pedir públicas disculpas (muy a su manera) a la autora agraviada, en los siguientes términos:
Sigo asombrado al ver, en alguna prensa mexicana, con qué desmesura se sigue planteando este asunto del artículo sobre el perro Sami y cómo se ha desbordado hasta el disparate. Pero lo que más lamento es que una entrañable historia de perros, en cuyo amor a ellos coincidimos la señora Verónica Murguía y yo, y que narré en su momento con todo cariño y admiración, haya dado lugar a esta absurda serie de malentendidos, desmentidos y mentís, cuando la realidad es simple: se trata de un artículo escrito hace casi veinte años, en circunstancias que hoy, lógicamente, es difícil recordar con detalle; pero con las referencias suficientes en el texto para establecer que, aunque parte de la información básica en él contenida (que obtuve por relato oral de una tercera persona también mencionada en el artículo) provenía sin duda de un texto original de la señora Murguía (aspecto que a mí también me parece evidente y no pienso negar en absoluto), en ningún momento puede considerarse escrito con mala fe ni planteado como "plagio", término que se refiere a apropiaciones más literales, descaradas y concretas, con ocultación maliciosa de la autoría real, y palabra de la que en este triste asunto se está abusando en exceso. Sería absurdo un plagio en el que el supuesto autor incluyera, como fue el caso en mi viejo artículo, el nombre de la plagiada. Junto con mi irritación por el uso a mi juicio excesivo de esa palabra, he presentado públicamente mis disculpas a la señora Murguía por la evidente similitud de ciertas expresiones contenidas en algunas líneas del artículo con algunas líneas de su texto original, de las que sin duda éste es origen, reiterando la ausencia de mala fe tanto por mi parte como por la de quien me refirió la historia. No tengo nada más que decir sobre este asunto, y apelo a su buena voluntad para darlo por aclarado.
Una traducción no es plagio, siempre que se identifique la obra original traducida. Sin embargo, es plagio copiar parcialmente o en su totalidad la traducción de una obra traducida por un tercero. En este caso el texto plagiado no es el texto original del autor, sino el trabajo del traductor. Manuel Vázquez Montalbán, el escritor conocido entre nosotros por su novela Galindez, en un hecho sin precedentes fue condenado a pagar unas tres millones de pesetas en 1990 por plagiar una traducción del drama de Shakespeare, Julio César. La pista que permitió detectar la violación flagrante fue la omisión de los mismos pasajes que habían sido saltados en la traducción del profesor de filología murciano, comprobándose luego en los tribunales españoles la coincidencia literal de gran parte de la obra.
El campeón de los plagiarios hispanos contemporáneos es el novelista Alfredo Bryce Echenique, implicado en el copiado de unos 40 textos de diferentes autores. Los plagios en cuestión son trabajos periodísticos, no obras de creación, pero la correlación en los textos es harto evidente. Después de la inicial negación rotunda de haber cometido plagio, ante la contundencia de las pruebas, el novelista peruano ha llegado a decir que fue un error de su asistente al enviar los textos equivocados a los medios donde fueron publicados. Fue condenado y multado US$57,000 por plagio, pero sus obras de ficción siguen siendo valoradas y premiadas por el público y los críticos (con excepciones), pues éstas nunca han suscitado acusaciones de plagio.
El plagio es relativamente fácil de detectar y probar en artículos periodísticos y trabajos académicos o en la traducción de una obra literaria, pero en la obra creativa el concepto de plagio es al menos difuso. Mientras más rico y profundo es el texto, más referencias hace al acervo literario de la humanidad, y en especial, a las lecturas más admiradas del autor. La selección de una sola palabra en cierto contexto puede ser una alusión que evoca en el lector un pasaje de un precursor. Para describir esa compleja relación entre textos literarios, Julia Kristeva acuñó el genial término “intertextualidad” en 1967. Como parte esencial de ese rejuego literario que antecede al Antiguo Testamento hay técnicas y formas literarias aceptadas que se basan en la imitación y el copiado – el pastiche y la parodia, por ejemplo- que en ocasiones pueden malinterpretarse como plagio. Pero el plagio presupone la intención de encubrir y engañar (el pastiche y la parodia son transparentes), y sabemos lo difícil que es probar la intención a ciencia cierta. De ahí el célebre aforismo atribuido a Pio Baroja (no sabemos a quién él tomó prestado estas palabras o si hablaba por experiencia propia), de que: “Todo lo que no es plagio es autobiografía”.
N.B. Por este medio solemnemente declaramos que el antecedente texto es un pastiche, y por tanto queda excluido como blanco de ataque de los cazadores de plagio. Además, de haber hecho la atribución a cada uno de los autores que contribuyeron con sus palabras e ideas a este artículo, hubiese rendido prácticamente imposible su lectura.