Nada resulta tan aterrador que escuchar a los políticos nuestros, igual en el gobierno como en la oposición, hablar de la importancia de preservar los “bienes del pueblo dominicano”, como si se tratara de una misión que la divinidad ha puesto sobre sus cabezas. Con esa retórica falsa e insulsa, obsoleta desde hace tiempo, se han enriquecido a costa de los verdaderos intereses de la república, manteniendo contra toda lógica y razón estructuras deficitarias que quiebran una y otra vez sin que les importe el alto costo que ello tiene para la estabilidad económica y el bienestar de la mayoría de la población.

Así tenemos una CDEEE para administrar apagones, un Consejo Estatal del Azúcar sin ingenios convertida en una agencia de bienes raíces, y una Corporación de Empresas Estatales llevada mil veces a la bancarrota, sin patrimonio real alguno. En base a ese supuesto deber sagrado de defender los derechos del pueblo, la clase política ha constreñido la expansión de la iniciativa privada e hipertrofiado el gasto público. Se ha agigantado así un Estado parasitario que nada hace y poco deja hacer, en detrimento de la salud material y espiritual del país. El resultado ha sido un aparato improductivo que al decir del hoy expresidente Fernández, en sus días de oposición por supuesto, no es más que “una estructura jurídica al servicio de la corrupción”, tal vez la frase más feliz de todo su discurso.

Sin control ni obligación de rendirle cuentas al país, esa anacrónica concepción de la función del Estado ha reducido nuestro espacio democrático y comprometido seriamente las oportunidades futuras en un mundo cada vez más globalizado y un comercio internacional más exigente en términos de competitividad. Aunque duela reconocerlo el caso es que fomentar la productividad y el buen desempeño económico no es negocio para los que estuvieron, los que están y los que vienen.