Una de las limitaciones que presenta la ciencia política moderna es su frecuente incapacidad para diagnosticar correctamente a los regímenes políticos que han gravitado entre el autoritarismo y la democracia. Unos países claramente fueron víctimas de horrendas dictaduras a lo largo del siglo veinte y que eventualmente cedieron ante movimientos democratizadores; otros sencillamente nunca han sido democráticos. Desde hace un tiempo, desarrollo la idea de que la República Dominicana forma parte del segundo grupo; la idea de que la supuesta transición democrática no existe.
A dos años de unas elecciones generales, el Partido de la Liberación Dominicana (PLD) junto a una coalición de más de 15 partidos satélites lleva cuatro periodos consecutivos instalado en el poder. Su arribo al Palacio Nacional, aunque entonces visto por muchos como fuente de esperanza, llegó de la mano de Joaquín Balaguer, el eterno caudillo que administró los destinos dominicanos durante veintidós años y quien, a su vez, se formó en plena dictadura de Rafael L. Trujillo. Así, con el transcurrir de los años, el Partido Dominicano, el Partido Reformista Social Cristiano y el PLD demuestran ser exactamente lo mismo; cada uno es considerado la organización más corrupta de su generación.
Pero tampoco sería justo decir que nada ha cambiado. La élite política se renovó. Los autoritarios cambiaron de traje. A ellos le reconozco la claridad para entender lo que pregonaba Darwin desde finales del siglo diecinueve: que sobreviven los más hábiles, que los tiempos cambian y que hay que cambiar con ellos.
Entendieron que el neoliberalismo se había impuesto y que en ese contexto, al decir de los vecinos del norte, cash is king. Quien controla el capital lo controla todo.
Supieron encontrar en distintos sectores del empresariado cómplices para la repartición de los recursos públicos.
Supieron ver en las redes sociales y otros medios de comunicación masiva mecanismos de control efectivos para la imposición de un discurso y la concentración del poder.
Entendieron la fuerza de los mensajes y de los valores en ellos contenidos. Vendieron “progreso y bienestar” y la idea de un “Nuebayol chiquito” a un pueblo cargado de aspiraciones materiales. Armonizaron las ciencias cognitivas, la lingüística y la política para crear bases electorales triunfadoras. Todo eso, combinado con una mezcla de herencia y experticia desarrollada en trampa y corrupción, les permitió enquistarse en el poder.
Cambió el liderazgo autoritario, no en su condición autoritaria, sino en la forma en que se relaciona con la sociedad. Cambió el ejercicio y el estilo del autoritarismo.
En épocas de Trujillo y Balaguer, era muy normal ver desaparecer a un opositor. Huirle al Estado por miedo a represalia era pan de cada día. Y si bien hoy vemos casos aislados, sería injusto decir que es el modus operandi del PLD. No. El PLD ejerce la violencia de manera distinta, exprimiéndole el alma al dominicano poquito a poquito.
El PLD ha perfeccionado un autoritarismo que se sustenta en un control cada vez más absoluto de la economía nacional, de las fuentes de ingresos de los dominicanos y dominicanas. Te asfixia con las propias instituciones llamadas a resguardar tus derechos fundamentales. Entre ayudas sociales, “botellas”, contratos, amenazas y el uso discrecional de las instituciones llamadas a ser democráticas, el oficialismo se adueña de las riquezas del pueblo y lo debilita destruyendo todo incentivo para el trabajo, la innovación y la creatividad.
El autoritarismo cambió. Evolucionó y se normalizó hasta el punto donde se ha vuelto “aburrido y tolerable.” Dice el politólogo de la Universidad de Cornell, Thomas Pepinsky, que se equivocan los que al escuchar hablar de autoritarismo en la actualidad visualizan una película de horror. Y precisamente por eso es tan difícil diagnosticar correctamente un régimen político. Refiriéndose a la imagen errada de los estadounidenses sobre los gobiernos autoritarios, Pepinsky agrega que “el día a día en un país autoritario no es distinto al de una democracia: vas al trabajo, almuerzas y regresas a tu casa para estar con la familia.”
Y es que comparar al autoritarismo de Trujillo con el autoritarismo de Danilo Medina sería como comparar un fusilamiento frente al paredón con una vida de prisión y tortura. Ambos comparten el final trágico, pero uno implica una muerte mucho más lenta y dolorosa.
Finalmente, las sociedades autoritarias del siglo veintiuno resultan en colectivos de expertos en supervivencia. Y para sobrevivir, todos aprenden a vender. ¿No lo ven? Nos quedamos sin médicos, sin educadores, sin historiadores, sin poetas. Hoy es más importante saber vender que preocuparse por la salud del paciente, la educación del estudiante, la veracidad de la historia o la rima de un verso.
República Dominicana sigue siendo ese país autoritario de caudillos del siglo diecinueve, de Pedro Santana, Buenaventura Báez y Ulises Heureaux. La mayoría de los candidatos a las elecciones siguen siendo caudillos, pero son caudillos de estos tiempos, tan evidente como que muchos de ellos son los hijos, nietos y bisnietos (biológicos o no) de la clase política que abiertamente reconocemos ha castrado nuestro potencial de desarrollo nacional.
Si elevamos la mirada más allá de la frontera dominicana, veremos que el mundo siempre ofrece una importante lección: las cosas pueden ser peores. Para evitar esos escenarios indeseables, los que creemos en la democracia y sus virtudes tendremos que ser mejores. Tendremos que combatir el desaliento, ser portadores de esperanza, cogerle las señas a los tiempos, no contribuir con la histeria y la desesperación que hoy dominan los medios de comunicación. Sobre todas las cosas, tendremos que luchar con más fuerza por empezar a ocupar los espacios públicos de toma de decisión.
Deberemos transformar nuestras universidades para que respondan a las necesidades políticas, económicas y sociales de nuestras comunidades; necesitaremos universidades que fomenten el diálogo crítico, que formen ciudadanos implicados en sus realidades; universidades que sepan navegar con criticidad y altura las mareas del autoritarismo estatal, que sepan separarse del poder político cuando este no esté al servicio de los intereses nacionales; universidades que pongan fin a la corriente de infantilización que las envuelve.
Las islas de honestidad dentro de la política, los medios de comunicación, el poder judicial y el empresariado dominicano tendrán que brotar hasta ser mucho más que islas.
Sólo así podremos darle sentido a un discurso de transición democrática.