La ambigüedad, lo aproximado, son atributos de la buena poesía. Siendo más modesto diré, al menos, de la que a mí particularmente me gusta. Porque una poesía sin follaje, totalmente abierta, sin misterio, se olvida al instante. En lo complejo está el disfrute. Un amor carente de enigma no conduce al placer, el arte, la palabra es un túnel oscuro, una selva poblada de bestias feroces.
Los iniciados en ese extraño oficio de desenredar acertijos con las palabras, se preguntan muchas veces sorprendidos, dónde está la razón por la que un determinado escrito no cala por dentro, no taladra nuestro espíritu. No encuentro mejor explicación a este hecho que la de creer, que cuando leemos algo que nos conmueve, se debe a que ese escritor o el poeta, más que oscurecer las palabras logró hacer más clara la profundidad de sus abismos. No hay que hacer esfuerzo por ocultar a través de las palabras lo que llevamos dentro, en el fondo todos tenemos grandes zonas oscuras
no visibles. El escritor, en vez de hacerlas más impenetrables e insondables, debe de intentar que se adentren en el fondo de su ser, pero no por un camino fácil, ni por un sendero sin escollos, ni obstáculos. Bien al contrario debe obligar al lector a pensar, respetar la inteligencia de aquel que busca encontrar en el poema lo furtivo, lo no transparente. El no entender esta dinámica interna en la poesía o en la escritura es lo que conduce a tantos fracasos al tratar de describir la belleza, el amor, la soledad. Un poema de amor donde el verso que sigue es predecible, es un fiasco. Las estrellas, el ancho mar, la luna, tienen que ser reinventadas, tal vez con las mismas o con otras palabras. Aun cuando el dolor y la pasión siguen siendo la misma fuente de la que bebe el poeta, la forma de decir debe ser distinta. Es como si la orquestación no sufriera los embates del tiempo. Es imposible escribir música para orquesta, pretendiendo obviar los sonidos nuevos de una sociedad moderna y cambiante. El tren, el avión, los pasos apresurados de los transeúntes en las grandes ciudades, la lluvia sobre los paraguas o los parabrisas de un auto son distintos al trotar de los caballos o al sonido del heno al caer en la carretilla. Solo un oído tan perspicaz y sensitivo como el de Quincy Jones, podía crear una base musical tan genial, revolucionaria y capaz de elevar a leyenda a un cantante como Michael Jackson. Lo mismo pasa con la poesía y el arte en general. El poeta tiene que estar atento a los nuevos vientos, al aroma que vuela por los tejados, ser un sabueso de su época, no repetir la melodía desgastada en nuestros oídos, recoger la canción tirada por el suelo, como dice el poema de Franklin Mieses Burgos. Solo así, el producto salido de sus manos nos va a conmover, a renovar nuestra fe y pasión por lo bello, por el canto y la poesía.